Estaba feliz, me sucedía pocas veces, pero salí de la sala de conciertos con la sensación de plenitud y satisfacción que un buen concierto es capaz de trasmitir.
Aquel día dejé el coche en casa. No sé que acontecimiento ciudadano había aconsejado tomar el transporte público. Acostumbrado como estaba a circular con mi vehículo, aislándome con más música y mis circunstancias, me dirigí con una cierta desgana a la cercana estación del Metro.
Una extraña sensación de liviandad llegaba hasta mi cabeza y a cada paso que daba, parecía que no era sobre tierra firme, más bien recordaba cuando de pequeño mi padre me llevaba al rompeolas con las viejas golondrinas del puerto y mis pies notaban que el suelo no era de fiar.
Esperando que llegará el tren, sentado en un banco y contemplando como una pandilla de jóvenes más bien ruidosos y alegres, ajenos a todo lo que pasaba a su alrededor, se iban difuminando en mi vista, mientras el adagio de la novena de Mahler que acababa de escuchar, se hacia cada vez más presente, me dispuse a entrar en el vagón semi vacío que me esperaba de una manera que ni yo mismo podía llegar a imaginar.
Esos acordes iniciales de la cuerda grave atacados de forma magistral por nuestro flamante director, cada vez más alejaban cualquier imagen y sonido real que sucedía a mi alrededor y llegó el silencio más sereno que había escuchado nunca, sin ningún energúmeno, como yo había hecho tantas veces, gritando bravo y sin aplausos estentóreos y sin carrerillas para los abrigos y el parking. El silencio más sublime que había escuchado nunca y la paz y la luz.
Lástima que después de 7 horas de éxtasis, los gritos histéricos de una señora a la que le caí encima, cuando el vagón cogía esa curva que tantas veces me había hecho sujetar fuertemente a la barra, me devolvió a la muerte.
Fueron dos días terribles de ambulancias, médicos, familiares y amigos que lloraban y yo que les quería decir que no se preocuparan, pero no me oían y vi gente llorando que no lo hubiera pensado jamás y no vi a gente que pensaba que vendrían y finalmente desaparecí.
Qué ganas tenía, el traje que me habían puesto no me sentaba bien a la cara, lo había comprado de rebajas, pero ese color nunca me había terminado de convencer. Claro, era el más nuevo del armario.
Aquel día dejé el coche en casa. No sé que acontecimiento ciudadano había aconsejado tomar el transporte público. Acostumbrado como estaba a circular con mi vehículo, aislándome con más música y mis circunstancias, me dirigí con una cierta desgana a la cercana estación del Metro.
Una extraña sensación de liviandad llegaba hasta mi cabeza y a cada paso que daba, parecía que no era sobre tierra firme, más bien recordaba cuando de pequeño mi padre me llevaba al rompeolas con las viejas golondrinas del puerto y mis pies notaban que el suelo no era de fiar.
Esperando que llegará el tren, sentado en un banco y contemplando como una pandilla de jóvenes más bien ruidosos y alegres, ajenos a todo lo que pasaba a su alrededor, se iban difuminando en mi vista, mientras el adagio de la novena de Mahler que acababa de escuchar, se hacia cada vez más presente, me dispuse a entrar en el vagón semi vacío que me esperaba de una manera que ni yo mismo podía llegar a imaginar.
Esos acordes iniciales de la cuerda grave atacados de forma magistral por nuestro flamante director, cada vez más alejaban cualquier imagen y sonido real que sucedía a mi alrededor y llegó el silencio más sereno que había escuchado nunca, sin ningún energúmeno, como yo había hecho tantas veces, gritando bravo y sin aplausos estentóreos y sin carrerillas para los abrigos y el parking. El silencio más sublime que había escuchado nunca y la paz y la luz.
Lástima que después de 7 horas de éxtasis, los gritos histéricos de una señora a la que le caí encima, cuando el vagón cogía esa curva que tantas veces me había hecho sujetar fuertemente a la barra, me devolvió a la muerte.
Fueron dos días terribles de ambulancias, médicos, familiares y amigos que lloraban y yo que les quería decir que no se preocuparan, pero no me oían y vi gente llorando que no lo hubiera pensado jamás y no vi a gente que pensaba que vendrían y finalmente desaparecí.
Qué ganas tenía, el traje que me habían puesto no me sentaba bien a la cara, lo había comprado de rebajas, pero ese color nunca me había terminado de convencer. Claro, era el más nuevo del armario.
3 comentarios:
Me encanta la foto, es genial!!!
papagena, en verdad la he encontrado por la red, creo que es en Canadá, ¿es chula verdad ? y también el relato ¿no crees? Besos a todos
Es un buen relato, he pensado cosas parecidas muchas veces, después de momentos especiales en los que pierdes dde vista el suelo y el momento en que se vive...
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