domingo, 31 de julio de 2011

la viuda del Greco, III


"La boda careció de la pompa que mi padre hubiese preferido, y a Toledo regresamos. Nuestra vida matrimonial se inició agradablemente. No fue el marco de nuestra existencia espléndido, como mi padre presentía, pero tuvo cierto empaque compensador luego de las matritenses penurias. Alquiló Dominico, frente a las casas de la anciana Duquesa de Arjona, una gran parte del caserón del Marqués de Villena que, aunque secular y destartalado, no había perdido su majestad de palacio de Castilla. En aquel tiempo, Toledo bullía de gente viajera, de arbitristas, de intrigantes convocados de todas las regiones de España, ganosos de prosperar al amparo del Arzobispo y su lujo, y muchas residencias linajudas se dividieron y transformaron en casas de vecindad, que rebosan como hormigueros. Una de esas casas fue la nuestra, pero la de más fuste, y tantas habitaciones ocupamos en ella que, a cierta altura, dispusimos de veinticuatro. Dominico, a ratos de buen humor, comentaba que así debió ser el Laberinto de Minos, en su Candia remota. Se sentía a sus anchas allá, entre sus pinturas, discípulos y criados. A uno de estos últimos, llamado Preboste, que trajo de Italia y le ayudaba en sus mezclas de colores, le quería especialmente. No le quería yo, pues le consideraba demasiado familiar para un fámulo, pero como ya estaba preñada de Jorge Manuel, mi único hijo, mi adorado de divina adoración, me faltaban los minutos para tales inquietudes y los ahorraba para conjeturar lo que sería el futuro de mi vástago, un futuro que tenía que ser muy diverso al de mi padre, un porvenir tejido de trofeos y laureles. Cuando nació hicimos fiesta; prendimos luminarias, yantamos y bebimos hasta fatigarnos; Dominico cantó unos aires griegos y pronunció mi padre un discurso tan gracioso que en lágrimas se mudó la risa.
¡Ay Dios, aquellas lágrimas concertaban presagios melancólicos¡ Por más que nuestra existencia se desarrollaba en placentero ritmo, algunas nubes enturbiaron su diafanidad. La más gorda y tétrica la sopló el señor Felipe II. Había pintado Dominico, para su Monasterio, un cuadro del martirio de San Mauricio, aguzando la porfía hasta que tardó dos años en llevarlo a fin. Y al Rey no le gustó, que no lo colgaron en la iglesia y se mandó hacer otro a Rómulo Cincinato, pintor de Italia. Dominico ardió de furia, gritando en media lengua que era una bestia Cincinato y que el Rey dominaría el arte de gobernar pero ignoraba el arte de la pintura. Mi padre corrió por las salas, de arriba abajo, cerrando postigos y murmurando cosas sobre la inapelable autoridad regia, lo cual atizó la rabia de mi esposo. A raíz de este incidente, tuvo mi padre que partir de nuestra casa, despechado, gemebundo, nostálgico del liberal Figueroa, y un mes más tarde murió pienso yo que a consecuencia del disgusto, porque lo roía la aflicción de recomenzar el vagabundeo.
Mi pobre padre tenía defectos, innegablemente, pero yo lo amaba. Me encandilaba y exaltaban sus ilusiones, su táctica comunicativa, generosas. La vida no fue generosa con él y lo forzó a debatirse en la adversidad, alrededor de los señores que si le prestaron unos maravedíes, no le prestaban oídos. Su ausencia me aisló y me entregué a mi hijo plenamente. Crecía Jorge Manuel en salud e inteligencia. Ya se deslizaba en el taller a toquetear los pinceles y las redomas de aceite de nuez y de barnices. Sobraban las circunstancias para augurar lo que sería: un gran pintor."

Texto: La viuda del Greco. obra de Manuel Mujica Láinez


Fotografía: Retrato de Jorge Manuel, hijo del Greco y Doña Jerónima de las Cuevas.Obra del Greco.

http://mm-actualidad.blogspot.com/2009/04/el-martirio-de-san-mauricio-y-la-legion.html

miércoles, 27 de julio de 2011

la viuda del Greco, II


"...demasiado tal vez, si se consideran nuestras pacatas costumbres. Sus designios y sus sueños recorrieron una triste escala descendente. Se propuso primero concertar mi boda con un segundón de casa noble, pues nadie le sacaba del magín siendo su apellido de las Cuevas, que estaba emparentado con los de la Cueva (juzgaba a aquel plural un accidente gramático sin importancia), de modo que, si bien no le conoció jamás, llamaba al prócer de la Cueva, al duque de Albuquerque, "mi primo". Casi logró a un Figueroa de ilustre estirpe y doblones seguros, reviejo, reviejísimo, pero pudieron más mis lágrimas que sus ansias de progreso y quedó el asunto en nada. Sus proyectos subsiguientes abortaron y a medida que bajaba los peldaños de la heráldica codicia, no paró de recriminarme -sin grosería usando el tono suyo, tan embelesador-  el desperdicio del Figueroa arcaico. Cuando topó con Dominico Greco, sus apetitos habían menguado de tal suerte que, de haber poseído con qué sufragarlo, me hubiera metido monja. La presencia del griego veneciano abrió frente a su imaginación un cielo flamante. Era algo distinto, algo que excitaba su amor a la fábula, algo que, al no encasillarse en ninguna clasificación corriente, le permitía jugar con la fantasía y nimbar a la presunta alianza de un prestigio quimérico, extravagante, oriental.
Aprendió con su exótico amigo, cosas peregrinas acerca de la isla de Candia, de donde éste procedía, y de su Laberinto  que custodiaba un Hombre Toro. Me trastornó con referencias a las victorias obtenidas por su pincel en la Serenísima y en Roma. Me dijo que el Greco se iba a Toledo, invitado por el Deán de Santo Domingo el Antiguo, a decorar el retablo mayor de la iglesia, y que sin duda le aguardaban allí propuestas importantes. Me insinuó que, a su lado, regresaríamos a Toledo con la frente alta, que nos halagarían, que nos adularían por nuestro vínculo con un personaje tan principal, porque las virtudes del arte equivalen y aun sobrepasan a las de la sangre famosa, y un gran pintor es tan duque, a su manera , como el Duque de Albuquerque, y tan hidalgo como Figueroa el Viejo.
Yo enloquecía por volver a mi Toledo amada. Llorando crucé su puente y me despedí de sus almenas, llorando de humillación y de amargura, así que en cuanto mi padre descubrió ante mis ojos la perspectiva de un retorno magnífico, me puse a urdir planes de ventura. Es justo añadir, sin embargo, que lo que más me sedujo entonces -fuera de la propia y airosa estampa de Dominico, entrevista, como en la niebla, junto a una Pila de agua santa- fueron las noticias que mi padre me dio sobre lo mucho que me admiraba el Greco, para cuyas miradas estéticas yo representaba el supremo ideal, pues ya hacía dos años que los sucesivos quebrantos nupciales habían infiltrado en mi alma una ácida pesadumbre, y después de dichos fracasos los espejos no me consolaban."

Texto: La viuda del Greco. Manuel Mujica Láinez

-continuará-

Fotografía: La dama del armiño. Obra de El Greco. Tradicionalmente se ha identificado este espectacular retrato con doña Jerónima de las Cuevas, la mujer con la que El Greco mantuvo relaciones al poco tiempo de llegar a Toledo, fruto de las cuales nacería Jorge Manuel.

domingo, 24 de julio de 2011

la viuda del Greco, I

"Le vi por primera vez en Madrid, a donde había ido yo con mi padre, por negocios suyos y también por salir de Toledo. Dominico andaba entonces por los treinta y seis y venía de Venecia. Recuerdo que mi padre y yo abandonábamos la Capilla del Obispo, muy de mañana, como todos los días, y que de repente Dominico apareció junto a la pila de piedra, vestido del negro más negro, sobre el pecho abierta la mano, como después se pintó , y que me tendió esa mano fina y fuerte cuyos dedos se humedecían con el agua santa. Vacilé antes de aceptar, inquieta por lo desusado de la actitud, pues procedía de un intruso, de uno a quien jamás había visto, y que solo rocé su diestra cuando mi padre, con un parpadeo, me ordenó que lo hiciera. Brillaban en la sombra los dilatados ojos oscuros de Dominico y el resto fantasmal se desvanecía, como si únicamente aquel encendido esmalte de ojos y aquel pulcro, frío marfil de mano, lo formasen. Retrocedió en la tiniebla en el olor del incienso, pero sus pupilas siguieron alumbrándola.

Luego me dijo mi padre que le había conocido al pasar y que era un pintor griego. Venía de Venecia, portador de cartas laudatorias del Cardenal Farnesio y de Tiziano. La tarde entera y la entera noche, su imagen no se apartó de mí. Me rondaban su mano y sus ojos: una mariposa blanca y dos negras revoloteando por los aposentos y deteniéndose de súbito su vibración. Aunque hubiese querido, no hubiera podido olvidarlo: ahí estaba, para recordármelo, mi padre, quien me hablaba de su mérito, de la nombradía que en Venecia gozara y de que el propio Rey Felipe la había encargado unas obras en San Lorenzo del Escorial. Cuando mi padre citaba a Venecia, se diría que paladeaba una fruta. Arrastraba las palabras, como si fuesen terciopelos; las hacía tintinear como vidrios (no obstante que no había salido de España y que sabía de Venecia por amigos mercaderes), y detrás del forastero yo distinguía una claridad de lagunas y palacios. Quizás porque no lo había conseguido, pese a lo mucho que lo cortejó, mi padre reverenciaba al éxito. Vivía las horas que no dedicaba a sus negocios -siempre infructuosos, siempre confusos- en la cercanía de personas pudientes o triunfales, como si esperase adquirir algo de ese poderío y de ese triunfo por vías de contagio. Ni era, en verdad, un explotador, ni un lisonjero interesado: reverenciaba al éxito y sentía la urgencia de respirar su atmósfera. Más tarde (mi juventud inexperta me impedía advertirlo a la sazón) comprendí que si se había desgarrado de Toledo y se había afincado en Madrid, ello se debía a ciertos desaires que sufrió por parte de los opulentos de su ciudad natal, hartos de su obsecuencia excesiva. Empero el descalabro no le sirvió de lección, y en Madrid reanudó, en torno de nuevos ejes, su política obsequiosa. Deseaba, uniendo las aspiraciones propias de un buen padre a las de un tenaz pretendiente a encaramarse al carro de la Fortuna esquiva, que yo, su hija sola, contrajese un matrimonio que satisfaría ambas formas de la ambición, y no cesaba de acicalarme y exhibirme, gastando en ello sus flaquísimos recursos y llevándome de acá para allá..."


Texto: Manuel Mujica Lainez, (1910-1984), uno de los escritores argentinos más prolíficos, ubicado por la crítica junto a Borges entre otros.

-continuará-

Fotografía:Vista de Toledo, obra del Greco

martes, 19 de julio de 2011

los colores y Borges


SEÑORAS, SEÑORES:



En el decurso de mis muchas, de mis demasiadas conferencias, he observado que se prefiere lo personal a lo general, lo concreto a lo abstracto. Por consiguiente, empezaré refiriéndome a mi modesta ceguera personal. Modesta, en primer término, porque es ceguera total de un ojo, parcial del otro. Todavía puedo descifrar algunos colores, todavía puedo descifrar el verde y el azul. Hay un color que no me ha sido infiel, el color amarillo. Recuerdo que de chico (si mi hermana está aquí lo recordará también) me demoraba ante unas jaulas del jardín zoológico de Palermo y eran precisamente la jaula del tigre y la del leopardo. Me demoraba ante el oro y el negro del tigre; aún ahora, el amarillo sigue acompañándome. He escrito un poema que se titula "El oro de los tigres" en que me refiero a esa amistad.


Quiero pasar a un hecho que suele ignorarse y que no sé si es de aplicación general. La gente se imagina al ciego encerrado en un mundo negro. Hay un verso de Shakespeare que justificaría esa opinión: "Looking on darkness, wich the blind to do see"; "mirando la oscuridad que ven los ciegos". Si entendemos negrura por oscuridad, el verso de Shakespeare es falso.


Uno de los colores que los ciegos (o en todo caso este ciego) extrañan es el negro; otro, el rojo. "Le rouge et le noir" son los colores que nos faltan. A mí, que tenía la costumbre de dormir en plena oscuridad, me molestó durante mucho tiempo tener que dormir en este mundo de neblina, de neblina verdosa o azulada y vagamente luminosa que es el mundo del ciego. Hubiera querido reclinarme en la oscuridad, apoyarme en la oscuridad. Al rojo lo veo como un vago marrón. El mundo del ciego no es la noche que la gente supone. En todo caso estoy hablando en mi nombre y en nombre de mi padre y de mi abuela, que murieron ciegos; ciegos, sonrientes y valerosos, como yo también espero morir. Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor. Sé que fueron valientes.


El ciego vive en un mundo bastante incómodo, un mundo indefinido, del cual emerge algún color: para mí, todavía el amarillo, todavía el azul (salvo que el azul puede ser verde), todavía el verde (salvo que el verde puede ser azul). El blanco ha desaparecido o se confunde con el gris. En cuanto al rojo, ha desaparecido del todo, pero espero alguna vez (estoy siguiendo un tratamiento) mejorar y poder ver ese gran color, ese color que resplandece en la poesía y que tiene tan lindos nombres en muchos idiomas. Pensemos en scharlach, en alemán, en scarlet, en inglés, escarlata en español, écarlate, en francés. Palabras que parecen dignas de ese gran color. En cambio, "amarillo" suena débil en español; yellow en inglés, que se parece tanto a amarillo; creo que en español antiguo era amariello.


Yo vivo en ese mundo de colores y quiero contar, ante todo, que si he hablado de mi modesta ceguera personal, lo hice porque no es esa ceguera perfecta en que piensa la gente; y en segundo lugar porque se trata de mí. Mi caso no es especialmente dramático. Es dramático el caso de aquellos que pierden bruscamente la vista: se trata de una fulminación, de un eclipse; pero en el caso mío, ese lento crepúsculo empezó (esa lenta pérdida de la vista) cuando empecé a ver. Se ha extendido desde 1899 sin momentos dramáticos, un lento crepúsculo que duró más de medio siglo.


Texto, "La ceguera" , Jorge Luis Borges
 

Fotografía: La alegría de vivir, obra de Henri Matisse

martes, 12 de julio de 2011

azul y verde




el verde y el azul de la naturaleza, a menudo nos acercan a la felicidad


Fotografía: La danza, obra de Henri Matisse 1909

lunes, 4 de julio de 2011

colores de verano


Alegres y vivos colores de verano, en cualquier camino, a las afueras de la ciudad... 

Fotografía: obra de Hermenegildo Anglada Camarasa pintor catalán, nace en  Barcelona 11 de septiembre de  1871. Su pintura se inicia en el paisaje, y evoluciona desde el verdeante paisajismo a un acusado colorido de la vida nocturna parisina, donde estableció su estudio a principios del siglo XX. Anglada Camarasa es todavía un representante de la Belle Époque; sin embargo, supo acompañar la evolución del arte durante la primera mitad del siglo XX aproximándose moderadamente a las vanguardias. Al estallar la Primera Guerra Mundial, fija  su residencia en Mallorca, y durante la Guerra Civil Española prácticamente se refugia en el Monasterio de Santa María de Montserrat. Entre 1939 y 1947 estuvo exiliado en Francia, regresando después a Mallorca. Su epoca mallorquina (1914 - 1936). Se centra en los paisajes de Mallorca, alejando de sus lienzos la figura humana, también dedica una serie a los peces y fondos del mar, representados con vivos colores y brillos. En su época de exilio (1936 - 1947), se dedica fundamentalente a pintar bodegones de flores, y de regreso a Mallorca, vuelve a la temática. paisajística. Muere en Puerto de Pollensa el 7 de julio de 1959.