sábado, 26 de abril de 2008

reflexiones ante un armario



Aquella mañana en un libro sobre Tony Oursler que había consultado para preparar una crítica, había leído de pura casualidad y fuera de contexto una cita entrecomillada, decía que, “los armarios son autobiográficos, que los objetos que contienen se convierten en un lugar arqueológico personal. Un banco en la memoria convertido en físico, que por eso son tan horripilantes, que nos recuerdan siempre al pasado, que delante de un armario se entra en conflicto directo con las leyes naturales que gobiernan el paso del tiempo, que limpiar este espacio es, por defecto una forma de editar nuestra historia personal, que el proceso se convierte en introspectivo hasta un grado enfermizo, ya que cada objeto, grande o pequeño exige que nos fijemos en él y enjuiciemos su valor actual…”


Ninguna razón le hubieran obligado con tanta autoridad a plantarse delante de su armario, echarle una ojeada y finalmente hacer orden. Ni su madre con castigos, cuando era pequeña y con malas caras cuando ya fue más mayor, lo consiguió.


En cuanto llegó a casa, con gran decisión y sin siquiera quitarse la gabardina abrió las cuatro puertas del armario empotrado y dio un paso atrás, luego dos más, necesitaba distancia…allí había de todo, perchas atiborradas, ropa mal colgada, jerseys hechos un burullo en los estantes, camisas y camisetas que nunca encontraba cuando se las quería poner, dos perchas imposibles, arrinconadas, las de la “esperanza” las llamaba ella, con pantalones de talla 38. En los cajones cajas con bisutería, bisutería sin cajas, calcetines desparejados algunas cartas, muchas facturas, folletos a barullo, cds, postales, pañuelos revueltos con ropa interior y medias de fantasía, fotos pegadas en las puertas, alguna entrada de cine, cinturones de todos los colores, una radiografía metida en un sobre marrón de cuando se rompió el pié hacía ya cinco años, bolsos de mano, bolsas vacías, tres paraguas plegables, una pamela abollada… ¡ santo dios¡, retrocedió otros dos pasos, se ajustó la cinta elástica que llevaba en el pelo y en un arranque de valentía y determinación decidió que no, que no estaba lo suficientemente preparada para realizar un trabajo arqueológico de esa envergadura, así que vació todo el contenido del armario encima de la cama. Casi sin mirar, metió todo, absolutamente todo en dos docenas de bolsas de basura, las cerró con energía, llamó al portero para que le ayudara, cuando se lo llevó todo le dio una buena propina y ella salió pitando hacia el Centro Comercial, sabía que no cerraban hasta las diez.

Fotografía: Obra de Kiki Smith

viernes, 25 de abril de 2008

relato Nº 11



Estaba feliz, me sucedía pocas veces, pero salí de la sala de conciertos con la sensación de plenitud y satisfacción que un buen concierto es capaz de trasmitir.
Aquel día dejé el coche en casa. No sé que acontecimiento ciudadano había aconsejado tomar el transporte público. Acostumbrado como estaba a circular con mi vehículo, aislándome con más música y mis circunstancias, me dirigí con una cierta desgana a la cercana estación del Metro.
Una extraña sensación de liviandad llegaba hasta mi cabeza y a cada paso que daba, parecía que no era sobre tierra firme, más bien recordaba cuando de pequeño mi padre me llevaba al rompeolas con las viejas golondrinas del puerto y mis pies notaban que el suelo no era de fiar.
Esperando que llegará el tren, sentado en un banco y contemplando como una pandilla de jóvenes más bien ruidosos y alegres, ajenos a todo lo que pasaba a su alrededor, se iban difuminando en mi vista, mientras el adagio de la novena de Mahler que acababa de escuchar, se hacia cada vez más presente, me dispuse a entrar en el vagón semi vacío que me esperaba de una manera que ni yo mismo podía llegar a imaginar.
Esos acordes iniciales de la cuerda grave atacados de forma magistral por nuestro flamante director, cada vez más alejaban cualquier imagen y sonido real que sucedía a mi alrededor y llegó el silencio más sereno que había escuchado nunca, sin ningún energúmeno, como yo había hecho tantas veces, gritando bravo y sin aplausos estentóreos y sin carrerillas para los abrigos y el parking. El silencio más sublime que había escuchado nunca y la paz y la luz.
Lástima que después de 7 horas de éxtasis, los gritos histéricos de una señora a la que le caí encima, cuando el vagón cogía esa curva que tantas veces me había hecho sujetar fuertemente a la barra, me devolvió a la muerte.
Fueron dos días terribles de ambulancias, médicos, familiares y amigos que lloraban y yo que les quería decir que no se preocuparan, pero no me oían y vi gente llorando que no lo hubiera pensado jamás y no vi a gente que pensaba que vendrían y finalmente desaparecí.
Qué ganas tenía, el traje que me habían puesto no me sentaba bien a la cara, lo había comprado de rebajas, pero ese color nunca me había terminado de convencer. Claro, era el más nuevo del armario.

jueves, 24 de abril de 2008

relato nº 10



Podría pasar por un síntoma evidente de senectud. Los tiempos se me hacían largos, infinitos, pero el tiempo era efímero, como un suspiro. Justo al revés que en la infancia. Era una sensación ambivalente, protectora e inquietante…

El trayecto diario resultaba cada vez más fastidioso e insufrible. Con los años, el trabajo suponía una rutina aburrida pero llevadera, ventajas de la edad y la experiencia. Pero el desplazamiento me pesaba más y más; la misma desgana, el mismo abatimiento, la misma sumisión. Un tiempo perdido que nadie buscaba…

Hoy era especialmente dilatado, interminable, como nunca antes. Predominaba el abandono y la introspección, rasgados únicamente por el intercambio constante de viajeros; nuevas caras, nuevas ropas, mismos ademanes. Un pase de diapositivas de un viaje que no hicimos, gradual y tedioso…

Como autoprotección había desarrollado una actitud de aislamiento, una conducta asocial; una especie de autismo. Una variante de mecanismo de defensa del yo; una modalidad de afrontar la incapacidad de ser feliz. La búsqueda de la Arcadia en palabras del poeta: “lujo, calma y voluptuosidad”. Tal vez por ello me encontraba agrupado pero aislado de los demás. Con una extraña sensación de haber pasado en varias ocasiones por el mismo destino, no me extrañé de no preguntar a nadie por aquel desatino…

Dilapidada una cantidad inconmensurable de instantes, la vivencia se hizo angustiosa. Ahora las miradas se posaban largamente sobre mí. Ya no eran fugaces vistazos, ojeadas al paso, eran escudriñamientos voluntarios. Pasaban unas figuras, cambiaban las fisonomías, todos miraban con cierta ansiedad aunque nadie osaba avanzar en otras averiguaciones. Yo habría hecho lo mismo. A todos nos puede la neurastenia, la pusilanimidad, el miedo, la comodidad, para romper la rutina en un acto de voluntad heroica…

El arrullo de la máquina en sus aceleraciones, frenazos y balanceos, incrementaba la dulzura de la dejadez, el aroma de la desidia. El tiempo se había vuelto redondo, y tan sólo el acecho creciente de la dotación humana sostenía la realidad . Incluso un empleado pretendió ahondar un algo sobre mi situación, pero no insistió más allá de su turno. Por un momento me sentí en un escaparate, en una metamorfosis en público, sin la protección íntima de la habitación de uno, nuestro cobijo…

Cuando el tiempo se hizo eterno, desde una plenitud esfenoidal creí adivinar una apariencia de traslado forzoso y forzado, alumbrado con luces intermitentes, chalecos reflectantes, y ruido y furia de periodistas…

Pero la realidad es que yo estaba ya muy lejos, observando un mundo nuevo a través de ojos compuestos de díptero. Dotado de otros sentidos, me embriagaba la húmeda fetidez de un establo…

Creo que seguía en marcha la inacabable rueda de las reencarnaciones… el Dharma.
Fotografía: Diptero; mosca de establo

miércoles, 23 de abril de 2008

relato Nº 9


Brian
La mañana del 18 de Abril, Brian Nencini, se levantó una hora antes de lo habitual, quería llegar a la oficina con tiempo de preparar debidamente los documentos que iban a firmarse aquel día. Brian trabajaba para un Banco de Negocios cuya oficina central estaba en la calle Broad en el donwtown de Manhatan. Aquella mañana con la citada firma ponía fin a un largo proceso de compra-venta de una empresa entre dos importantes clientes del Banco, lo que para Brian iba suponer un ascenso importante en su carrera y además un descanso. Los días anteriores había sentido dolores en diversas partes del cuerpo motivados por la tensión a la que había estado sometido.
Cuando llegó a la oficina, repasó detenidamente toda la documentación y acto seguido fue con su jefe al despacho del Presidente donde esperaban los máximos ejecutivos de las dos empresas que efectuaban la transacción. La firma se realizó sin ninguna complicación y Brian recibió los elogios de todos los implicados. Cuando los clientes se marcharon Brian fue invitado a comer en un comedor situado en la planta 40, desde donde se divisaba una bella vista al East River y el puente de Brooklyn. Disfrutó de la comida, las vistas y las elogiosas palabras de sus superiores y recibió la noticia de su ascenso, la sustanciosa gratificación que se le daría y aceptó el regalo del Presidente para ir aquella noche a la ópera, donde tampoco había estado nunca.
Una vez finalizada la comida llamó a su novia y quedó con ella en el Lincoln Center a las 17 horas. Comprarían el libreto y lo leerían mientras tomaban un café, pues aunque se trataba de la mas famosa ópera de todas las que se representan en el teatro y él había escuchado los fragmentos mas conocidos, cuando era pequeño en el restaurante que por aquel tiempo regentaba su tío Alfredo en Mulberry street, no conocía el argumento.
Salió de la oficina henchido de felicidad y decidió caminar antes de coger el Metro. Subió por Broadway y al pasar por el Civic Center un viejo tullido le pidió dinero y él que nunca daba nada a este tipo de personas, ese día decidió compartir su alegría y le obsequió con un billete de 100 dólares. Al llegar a Bleecker street entró en la estación, y cuando llegó el tren, se sentó y apoyó su cabeza sobre el brazo y este encima de la barandilla. Se quedó dormido en el acto y sin darse cuenta murió como consecuencia de un infarto. Quedó tendido encima del asiento y así viajó durante 7 horas haciendo varias veces el mismo trayecto sin que ningún pasajero reparara en él, algunos porque pensaron que estaba dormido y otros porque no quisieron implicarse.
A las 11 de la noche, justo cuando finalizaba la representación en el Met, completamente lleno y tan solo con dos asientos vacíos en box central del Parterre, y el público aclamaba a la diva rumana que había protagonizado la función, un viejo tullido que había subido al metro encontró a Brian.
Fotofrafía: Lincon Center de Nueva York

lunes, 21 de abril de 2008

hoy salimos un ratito del metro para recordar a Anselm Kiefer




Descubrí a Anselm Kiefer en el Museo de arte contemporáneo de Barcelona (MACBA). En el holl del Museo se exhibía entonces una obra suya, "La tumba en los aires". Una instalación monumental compuesta por una de sus famosas vitrinas de libros, que constaba, de dos paneles formados por láminas de plomo, unidas y superpuestas irregularmente formando un mural de gran tamaño del que pendían vidrios enmarcados y fragmentados manchados de lodo, y por un cohete de plomo también, con dos ventanas a través de las cuales se podía observar que en el interior del cohete viajaban trozos de piedra arenosa y ladrillos mezclados con materiales orgánicos: cabellos y dientes humanos. La instalación en su conjunto daba una sensación de desastre y desolación. El resultado de una guerra devastadora, el fin de una civilización.

Ni que decir tiene que me quedé muy impresionada y busqué información sobre el artista del que nunca había oído hablar.

Nacido en Alemania dos meses antes del final de la Segunda Guerra Mundial, Anselm Kiefer crece, presenciando los trágicos resultados de la guerra y de la división de su país, posteriormente es así mismo espectador de su reconstrucción material y económica y de un renacimiento espiritual.
Investigador de la historia de los mitos y leyendas germanas que fueron utilizados y que contribuyeron decisivamente a las instauración del Fascismo en Alemania, afronta las consecuencias de hurgar en estos temas, de meter el dedo en la llaga, de resucitar tabúes e imágenes a los que la sociedad alemana no quiere enfrentarse.
Artista controvertido sobretodo en su propio país donde recibió criticas muy radicales e incluso se le tachó de fascista. Su obra fue considerada en un primer momento como parte de la nueva generación de pintores alemanes, pero la realidad es que su trabajo se desarrolla independiente desde el principio. Nunca ha pertenecido a ningún grupo concreto, aunque sus obras hayan sido exhibidas en las grandes exposiciones internacionales colectivas de los diferentes grupos neoexpresionistas alemanes.
La obra de Kiefer es extensa y variada. Temas, técnicas, materiales, soportes... desde pequeñas y sutiles acuarelas sobre papel, hasta gigantescas planchas de plomo, son utilizados por Kiefer según su necesidad expresiva, con una gran valentía, fuerza y seguridad.

Fotografía de la obra de A. Kiefer "Heavy cloud"

relato Nº 8



Al fin y al cabo tengo suerte. No de estar muerto, que esa suerte nos es común a todos, sino de ser noticia. Por utilizar el transporte público, ya sabe, estas cosas hay que fomentarlas, dijo el periodista. Y no es que los muertos se prodiguen por estos lugares. Es verdad, pensé, no nos prodigamos. Quizá por eso se nos olvida tan pronto. Nunca comprendí por qué, al fin y al cabo somos muchos más que ustedes los vivos. Ley de vida, supongo, respondió, y se alejó en dirección a las escaleras mecánicas. Lo vi a través de la ventana del vagón, marcando un número en su teléfono móvil. ¿Por qué no hay una ley de muerte? me pregunté entonces. Una que no permitiera que murieran niños no estaría mal. O tal vez una que deje a los hombres permanecer vivos mientras alguien los quiera. Así causaríamos menos dolor. Pero no me quejo, he salido en la prensa gratuita y eso me convierte en un muerto con suerte. Pocos regresamos del olvido una vez cruzamos la frontera y deja de haber flores en nuestra tumba.

domingo, 20 de abril de 2008

relato nº 7


Linea 9

¿Y el muerto? en el metro como te dije ¡que locura¡ ¿como lo vas ha dejar ahí?.



Es el lugar que lo cobijó en los últimos meses y en el ahora encontró la muerte.



Guillermo estaría encantado; la casa de mamá para el velatorio, la Iglesia para el funeral pero en las crisis las puertas estaban cerradas y los gritos ululaban por los resquicios de las ventanas, ¿donde encontraba calor y serenidad? en el metro de Madrid y su linea 9, de arriba abajo y de abajo arriba Guillermo descansaba de los afanes de su vida.



Otra vez este muchacho dormido ¿pero que le han hecho? lo veo hoy muy pálido y mojado ¿se habrá encontrado con los animales de los skins?. Tendré que avisar al vigilante, desde que entré a trabajar está ahí quieto, pegado a la ventanilla hace un montón de horas, me da pena parece un buen chico, siempre educado, hoy no lo voy a despertar. ¡Me da miedo si parece muerto¡, ¡ pero si me está sonriendo¡...



jueves, 17 de abril de 2008

relato Nº 6



A las 7,30 sonó el teléfono de la mesilla; desde el otro lado se oye una voz metálica de grabador diciendo: "servicio despertador del hotel ... son las siete...y treinta".


Un momento antes se había quedado profundamente dormido después de pasar una noche casi en vela. Había dado cien vueltas a la cama, pero desde que se despertó a las dos, solo había conciliado el sueño de verdad media hora...


Su compañero de habitación había dormido como un tronco; él también solía dormir así, pero hoy, precisamente hoy, no había descansado nada. "!Mierda¡". Una meada y un vaso de agua de la botella de la mesilla con las primeras vitaminas. Lavado de manos, cara, boca y sin ducharse, el culotte, una camiseta, las chanclas y a desayunar.


En el amplio comedor, una zona bastante apartada del resto, con biombos, para estar aún más aislados de los caza-autógrafos; zumo de naranja, rebanadas de pan tostado integral con mermelada, un plátano, un tazón de leche desnatada con mueslis, queso fresco, un yogur, jamón de pavo, y galletas integrales y agua del tiempo. Y muchas más vitaminas.


Luego la charla de equipo. Ya habían tenido otra después de la cena pero el director quería insistir en lo importante de la etapa de hoy para el desarrollo de la "Vuelta". Eran en total más de doscientos kilómetros. Tardarian unas siete horas. ¡Mierda, he dormido de pena hoy que me la quería jugar¡".


A los quince kilómetros de la salida estaba el primer puerto de primera. Hasta allí los cabrones habían rodado a más de 40. "¿para calentar suave no? ¡cabronazos¡, y yo sin dormir". Pero aguantó bien en medio del pelotón. En su pinganillo no sonó su nombre en toda la subida.


Bajada y a los ciento y pico kilómetros, con todo el pelotón unido se inicia el puerto de "fuera de categoría". "Me voy encontrando mejor ¡aguanta¡"


Quedan en cabeza un pelotón de cuarenta y cinco y entre ellos, los mejores, casi todos. Alguno de los buenos se ha quedado y las cámaras con el. Sprint en la cima y bajada a toda hostia; aún así muchos enlazan con la cabeza y sin descanso se sube otro puerto de segunda. "¡Dios¡ ¿ quien ha puesto esta putada de segunda categoría?. ¡la madre que lo parió¡... no puedo , no puedo..."


El puerto de segunda hace más o menos los mismos estragos que el anterior. Un grupo alargado de unos treinta o treinta y cinco y un rosario con sus jaculatorias detrás.


Bajada a muerte; algo más de doscientos kilómetros en las piernas y sin respiro, el último puerto con llegada en la cima. También fuera de categoría.


"Animo, cabrón, que puedes, que estás mejor, ¡tira con dos huevos¡" "joder, si no me animo yo, no me anima nadie. Voy perdiendo doce minutos, pero voy entre los cuarenta primeros" "Pero, ¿que haces, si vas muerto?. Llevas ya siete horas muerto en esta puta bici y nadie se va a enterar ni de que existes. Cuando llegue, la tele estará con los anuncios, las clasificaciones, las entrevistas y yo aquí muerto. ¡Mierda¡.


"Ya solo falta un kilómetro. ¡A tomar por culo el bidón, un peso menos¡" "Lo que faltaba, ese gilipollas gritándome ¡venga Induraín¡ y por poco me tira" "Al Induraín ese me gustaría verle aquí, estará en la meta diciendo chorradas, cobrando un pastón de comentarista y con una barriga de felicidad y no la mía que estoy como la radiografía de un sable y pasando más hambre que manda Dios¡".


Tres minutos después llego a la meta de la etapa reina, entre los treinta mejores ciclistas del mundo. Una toalla de un mecánico, una botella de cocacola de una guapa y al autobús. Había hecho una machada, una verdadera machada, pero nadie hizo ni el menor comentario.


"Mañana estaré aún más muerto que hoy, pero si no aguanto la etapa y me retiro, por lo menos dirán que me he retirado... ¡Mierda de vida¡"


miércoles, 16 de abril de 2008

relato Nº 5


Julia
Eran las tres de la tarde cuando salía de mi casa. Media hora antes me revolvía entre las sábanas decidiendo si ducharme o llamar a la oficina para decir que estaba enferma. La verdad es que no me pasaba nada, físicamente quiero decir. El problema estaba dentro de mi y empezaba a cansarme, tanto, que desde hacía algunas semanas, incluso meses, yo no era yo sino simplemente una silueta difuminada de mi misma. Sin ánimo, sin ganas de hacer algo, sin esperanza. Había perdido los motivos para salir de la cama.

Ni me duché, ni desayuné. Sería mejor esperar a la hora de comer, aunque ya casi tocase tomar el té. Me puse lo primero que vi tirado en el suelo de la habitación utilizando como criterio la intensidad de su olor. Lo único que me importaba de verdad era no perder las gafas de sol. Bajé las escaleras del metro, apagué el cigarrillo y saqué mi abono. En el majestuoso andén de la linea 10 dirección Puerta del Sur apenas unos cuantos perdedores como yo que seguramente iban a trabajar, a perder los mejores años de su vida en una ocupación que les proporcionaba dinero que gastar y mucho tedio. En realidad los trabajadores somos adictos. No podemos salir de ese círculo demoniaco en el que gastar es el requisito para existir, pero para gastar tienes que ganar y para ganar debes trabajar, así que para existir es imprescindible trabajar.

Puse fin a esta pequeña disertación interna cuando el tren entró en la estación. Mi máxima excitación en los últimos días era apostar conmigo misma si la puerta del vagón coincidiría con donde me había situado. Normalmente perdía, pero luego descubrí que sólo había que fijarse en qué zonas de la línea amarilla el color estaba ennegrecido. Aquel descubrimiento acabó con la incertidumbre. Entré en el vagón excesivamente refrigerado y horrorosamente iluminado. Poca gente y mucho desánimo. Me senté junto a un hombre que tenía la mirada perdida pero un gesto afable que inspiraba confianza. Me transmitió seguridad, tranquilidad, una agradable y extraña sensación que me relajó. Comencé a mirarlo timidamente, pocos segundos, de lado, desviando la mirada. Nunca me ha gustado la indiscreción y por supuesto nunca la he practicado, pero aquel hombre... era diferente. Su mirada seguía clavada en el horizonte acristalado del vagón cuando decidí que el sería el depósito de mis penas durante tres paradas.

"No quiero ir a trabajar. Bueno, en realidad el trabajo es lo de menos, de hecho es lo único que me obliga a salir de casa. Si no trabajase estaría todo el día en la cama que es lo único que se me da bien. Dormir y consumir poco oxígeno. ¿Novio? No tengo de eso desde hace algunos años. No, no es asunto de amor. Nadie es tan importante como para dejar querer de vivir, si acaso uno mismo, pero yo quiero seguir aquí aunque me gustaría que fuese de otra manera. ¿Sabe?. No veo ningún sentido a todo esto, no sé si me entiende, a cómo está montado todo este asunto. ¿En que gastamos el tiempo?. En aprender, en crecer, en perder y en morir que, la verdad sea dicha, me parece lo más surrealista de todo. No entiendo porqué tenemos que saberlo, lo de morir me refiero. Si el final es inevitable, ¿para qué tanto lío con lo que sabemos que es cierto?. Imaginese. Viviré cerca de setenta años...no, eso es muy optimista...cincuenta, ¿vale? cincuenta años. Ya he perdido la mitad en las ideas que nunca se hicieron reales y en las que nunca pensé, todo un triunfo. Ahora tengo un trabajo que odio, una familia que detesto y unos amigos a los que les da miedo coger un avión. ¿Los chicos?. Con ese asunto daríamos dos vuelta a la 6, así que mejor dejémoslo. Pero claro, si algo he aprendido es que muchos problemas no están más que en uno mismo. Culpar a los demás no es realista. No se si será verdad o simplemente un mecanismo para que nos fustiguemos internamente y dejemos tranquilos al resto de seres humanos, pero joder, echar la culpa al entorno es lo más gratificante del mundo. Ni siquiera eso. El dolor interno, apretar los dientes y sufrir, como si esto siguiese siendo un valle de lágrimas... en fin...creo que ésta es mi parada... gracias por escucharme... ha sido usted muy amable".

Salí del vagón con la sensación de pesar diez Kilos menos. Pobre hombre, no había dejado que dijese nada, pero para uno que escucha debía aprovecharlo. Llegué a la oficina de buen humor y trabajar no resultó tan penoso como el resto de mi vida aunque sabía que el impulso del desahogo no sería eterno. Al día siguiente no había rastro de él. Un nuevo día, un día menos para el final, un día anónimo que empezaba igual que los demás. Bajé al metro, entré en el vagón, me senté sola. En el asiento de al lado uno de esos periódicos gratuitos sobados. Lo abrí, pasé las páginas sin atender a la letra pero en la séptima una me impresionó: "Un hombre viaja muerto siete horas en un vagón de Metro". Seguí leyendo para no sentirme estúpida, aunque a decir verdad habría que contar el número de personas que hablaron con él. Él sí sabía escuchar.

martes, 15 de abril de 2008

relato Nº 4



Martin tenía ganas de correr. Desde su habitación del Plaza se podía ver que hacía un día estupendo y vio los primeros runners entrenando en Central Park. Se vistió con la camiseta que Waldemar Cierpinski le regaló hacía quince años en Moscú y dio un par de vueltas al circuito asfaltado de Central Park. Martin, a pesar de sus setenta y siete años y de las advertencias de su cardiólogo, estaba en plena forma, "solo una bomba puede parar este corazón" pensó con orgullo de alemán reunificado.


Después de una ducha y de desayunar a lo centro europeo, se dirigió a la recepción para preguntar cómo se llegaba en metro al Billie Jean Tennis Center de Flushing Meadow. Hoy se jugaba la final entre Pete Sampras y Andre Agassi y Martin tenía entrada. "¿Es seguro viajar en metro hasta allí?" preguntó al recepcionista, "por supuesto Sr. Cohen tiene que coger la linea E, E de excellence, y bajar en Jackson Heights para coger la linea 7 hacia Shea Stadium y apearse allí. No va a tener ningún problema, el Sr Giuliani ha limpiado las calles en menos de un año".


El viaje en metro estaba siendo una gozada puesto que a partir de Rooselvet Island el trayecto era en superficie.


La mayoría de los viajantes era público que se dirigía a ver la Final, ataviados con clásicos polos de tenis. Un grupo de niños se dedicaba a pasar de vagón en vagón haciendo un espectáculo de hip hop y Martin les dio cinco pavos de propina, eso ofendió al caballero a su derecha.


Martin ni siquiera se dio cuenta que tenía a alguien sentado al lado y eso le asustó, su corazón, de repente, empezó a latir con fuerza y desacompasadamente. Recuerdos de barro, hambre, humillación y frío le trasladaron a su adolescencia perdida en Ravensbrück. Martin se puso rojo y empezó a sudar, el corazón le latía a más de 180 pulsaciones por minuto y eso no podría resistirlo por mucho rato. Aquel anciano caballero a su derecha no podía ser otro que el Verdugo de Ravensbrück quien mandó aniquilar a más de 80.000 mujeres en menos de siete años, entre las cuales se encontraban las dos hermanas y la madre de Martin.


Su corazón llegó al límite y Martin notó como dejó de latir de repente, tampoco pudo respirar, estaba paralizado, demasiado miedo y malos recuerdos que creía olvidados. Rápidamente se le fue nublando la vista y cayó en un letargo del cual nunca más volvió a despertar.


Ninguno de los viajeros, incluidos el Verdugo, se dieron cuenta, Martin parecía un abuelete plácidamente dormido en el metro. No fue hasta unas horas después que Joe Belladonna, el jefe de la Estación Terminal del Aeropuerto JFK, al hacer la ronda vespertina, acompañado de su ayudante Vince Campofiorito y una caja de dos docenas de donuts del Dunkin Donuts, se percataran que aquello era un cadáver y no un abuelo dormido.


Joe y Vince llamaron a la policía del Metro y esperaron casi el turno completo al lado de Martin charlando plácidamente sobre la vida y la muerte a que llegara el equipo forense, mientras degustaban los donuts.
Fotografía: Escudo Policía de New YorK City

relato Nº 3


Desde el vagón en el que viajo, a través de la ventana ,veo pasar la oscuridad velozmente. En las estaciones se hace la luz y la gente sube y baja constantemente. Una joven pareja discute, y al cabo de unos minutos se acaban reconciliando con un sincero abrazo. Un anciano algo desaliñado lee un libro con absoluta atención, un empresario cercano a los cuarenta selecciona música en su reproductor mp3, unas adolescentes se enseñan mensajes en sus teléfonos móviles y no paran de reír visiblemente emocionadas.

La ventana es un cristal grueso y sucio que dota de opacidad a las figuras que se mueven ansiosas en los andenes de cada estación. Una voz suena lejana, omnipresente. Anuncia las paradas de la ruta que seguimos.

Una chica, joven, atractiva y bien vestida se me queda mirando. Su mirada transmite extrañeza. Cuando me quiero dar cuenta ya no está allí. Ahora son otros los que me miran, todos paralizados. Y algunos comienzan a murmurar, otros rompen a llorar. De pronto todos los pasajeros de aquel vagón miran hacia mi. Se escuchan preguntas, se oyen intuiciones.

Entonces te veo a ti, y me gritas con el rostro desencajado. Me golpeas el pecho fuertemente. Yo te digo que te tranquilices, que estoy bien. Pero entonces lo entiendo y sonrío. Porque pienso que esto es imposible.

Muerto. ¿Puedes entender qué es estar muerto?
Fotografía: Obra de Anselm Kiefer

lunes, 14 de abril de 2008

relato Nº 2



Cuando oyó la noticia de que un muerto había viajado siete horas en el metro sin que nadie se diera cuenta, pensó que él llevaba setenta años y que a él tampoco nadie le había mirado siquiera.


Era un árbol. Concretamente un pino negro de la repoblación de mil novecientos treinta y tantos. Lo llevaron al monte en una carreta de mulas, envuelto en un papel y asomando su pequeño tronco de entre una pella de tierra por donde serpenteaban sus raíces.


Fue poco antes de aquel viaje, la primera vez de la que tiene recuerdos de sí mismo. Estaba en un vivero, detrás de decenas de plantas de pino, como él y delante de otras tantas o más que formaban una gran fila. Tanto a la derecha como a la izquierda se extendían varias hileras más.


Un día sintió como una fría placa metálica se introducía bruscamente a su alrededor, en la tierra que lo sujetaba y una cálida mano callosa, tiraba de su frágil tronco arrancándole del suelo. Enseguida lo envolvió burdamente en una hoja de periódico y lo depositó entre otros cientos más en el interior del carro ya enganchado a dos grises mulas.


Luego, de una regadera cayó una lluvia intensa pero corta que empapó la tierra ya húmeda anteriormente y a los periódicos que empezaron a deshacerse lentamente. Un traqueteo muy largo, de más de un día, gritos, blasfemias, algún cantar y paradas seguidas de vuelta a arrancar y caminar.


"A los pinos no nos duele nada. Sentimos pero sin dolor, notamos el viento, el calor, el frío, el día y la noche. Oímos cantar o hablar o los ruidos pero no nos impresiona nada. Somos ciertamente inmutables. Simplemente estamos, somos".


Por eso cuando oyó lo de ese muerto se extrañó que fuera noticia. A él lo habían dejado en medio de un bosque y no recordaba de nadie que se hubiera fijado nunca en él después de de setenta años. Una vez hubo una tala de entresaca. Pasaron unos hombres y con un spray amarillo iban haciendo cruces sobre los troncos vecinos. En unos si en otros no. De él pasaron sin ni siquiera mirarlo. A los días llegaron con moto sierras y los troncos marcados fueron talados sin misericordia. Luego, con la ayuda de una cadenas y mulas, iban arrastrando a los caídos por las abruptas laderas. A él ni le tocaron. A veces, en otoño, se oían voces que se acercaban, debían ser buscadores de setas, con sus cestas y bastones, a veces con sus cámaras fotográficas. Pero siempre iban mirando al suelo y se ve que su figura no despertaba ninguna imagen digna. También en otoño de repente oía el aleteo frenético de un bando de palomas que se posaban agotadas tras un largo vuelo. Tras setenta años, muchos de ellos, ya como pino frondoso, nunca se habían posado en él. Ni siquiera otros pájaros. Ni tampoco ningún jabalí se había arrimado a rascarse su peludo lomo.


"Yo también soy, ciertamente un ignorado como el muerto del tren"


Fue entonces cuando, entre las nubes, un rayo de sol atravesándolas, fue a posarse directamente sobre su copa rechoncha inundándole de un calor tibio y entrañable. Y sintió como si el sol se lo hubiera reservado.
Fotografía: Bosques

domingo, 13 de abril de 2008

relato Nº1




Juan Carlos despertó aquella mañana soleada con ganas de hacer algo distinto. "En pleno verano y tengo que ir a currar", pensó mientras suspiraba con desgana. Un día como hoy le hubiera gustado estar en alguna playa de su Brasil querido. Su tierra, allí donde estaba su familia, sus raíces. Por eso decidió poner el cd recopilatorio de la mejor samba mientras se vestía. Antes de salir de su cuarto miró el poster de Ronaldinho e hizo el mismo gesto con la mano que popularizó el astro carioca.

Se puso los cascos y se dirigió, ligero en sus pasos, al metro, como cada día. Disfrutando del sol y de ese pensamiento temprano. Ese pensamiento que le había traído a la memoria las playas con los colegas, las chicas, el agua del mar. Llegó a la estación de Stockwell y a pesar de que no solía hacerlo, esa mañana cogió un ejemplar de la prensa gratuita. Esa mañana, la del 22 de julio de 2005, traía una noticia importante y quería leer acerca de ello.

Tras recargar cinco libras en su tarjeta Oyster, a las ocho y dieciséis minutos de la mañana pasó los tornos y se dirigió al andén que le correspondía. Un minuto y medio después llegaba el metro. Juan Carlos subió, se sentó y abrió el periódico buscando la noticia que le interesaba.

Sin tiempo alguno para reaccionar, dos tipos le levantaron violentamente, le tiraron al suelo y le inmovilizaron. Aterrorizado, sus oídos escucharon justo el sonido del disparo.

A las tres de la tarde y veinte minutos, habiendo recibido la orden del juez, levantaron y retiraron el cadáver de Juan Carlos Menezes. Recibió siete disparos en la cabeza. Le asesinó la policía.
Texto: Javier Duque Fdez.-Pinedo
...
Fotografía: Ronaldinho

lunes, 7 de abril de 2008

para animar el cotarro. CONCURSO


al igual que ocurre en otros blogs en los que tengo el placer de concurrir, voy a organizar un concurso, así de chula... sé que los que me leéis y aunque no intervengáis habitualmente tenéis un nivelazo escribiendo, así que animaos.


Al grano, se trata de escribir un relato corto que tenga relación con mi primer título del blog: "un hombre viaja muerto siete horas en un vagón de metro", es lo suficientemente sugestivo ¿no?, mandarlo a mi "e-mail " pfpinedoa@hotmail.com y yo los publicaré conforme lleguen sin nombre y con un número. Todos los que lean los relatos pueden participar también dejando su voto, y así nombraremos al ganador.

El premio, es como para esforzarse, señores, tachán tachán ¡¡¡¡un Pinedo auténtico¡¡¡ no asustarse, ninguno de mis hermanos, sobrinos, hijos o padre, se trata de mi faceta pictórica.


El plazo es desde este mismo momento hasta el 25 de mayo (como hay puente de mayo por si vagueáis) osea del 25 al 31 de mayo, recuento de votos y el día uno resultado y premio.

gaviotas en la ciudad


Entraron sin llamar, le habían confirmado lo que temía, reconoció de entre todos a un joven canoso que le había hecho un largo interrogatorio el día anterior. Salieron en tropel, como habían entrado y quedó solo en la habitación tumbado sobre la cama recién hecha ...por unos minutos mantuvo los ojos fijos en la puerta, luego se incorporó lentamente y se dirigió hacia la ventana. En el jardín la primavera estaba adelantada, en el edificio de enfrente sobre las chimeneas había un par de gaviotas, en el periódico había leído que cada día se adentraban más en la ciudad en busca de comida...bruscamente comenzó el dolor, intenso, agudo que en los últimos días apenas le había dejado dormir ni descansar. Se puso en cuclillas y apretó fuerte los brazos contra el vientre ...lentamente el dolor fue cediendo, cuando tuvo conciencia otra vez de si mismo, tenía lágrimas en los ojos y en la cara y el sudor le empapaba el pijama...apoyándose en el marco de la ventana se incorporó de nuevo, respiró hondo...las gaviotas ya no estaban y el jardín parecía solitario y sombrío, sin darle tregua el dolor atacó de nuevo brutal, feroz... agotado se giró hacia la puerta... permanecía cerrada... abrió torpemente la ventana y se encaramó como pudo, cerró fuertemente los ojos y pensando en las gaviotas echó a volar.

martes, 1 de abril de 2008

a propósito de un cuadro



A veces y al margen del valor artístico de un cuadro, nos encontramos con su historia y peripecias como en el caso del retrato de Adele Bloch-Bauer de Gustav Klimt.
Adele, fué la hija menor de la prominente familia Bauer, banqueros judíos de Viena. Musa de Klimt, quizás también su amante. En Diciembre del año 1899 se casó en Viena a los 18 años con un rico industrial judío, Ferdinand Bloch, diecisiete años mayor que ella, unieron sus apellidos formando el compuesto Bloch-Bauer. Dicen que Adele fue una mujer frágil, oscura, arrogante que usaba largos vestidos blancos que fumaba sin parar que nunca sonreía pero también que era una burguesa, socialista, idealista, amante sobretodo del arte, avanzada a su tiempo. Murió a los 43 años de una neumonía.
Considerado uno de las obras maestras de Klimt el retrato de Adele Bloch-Bauer fue causa de una agria y larga disputa entre el Gobierno de Austria y una sobrina de Adele, que defendía la propiedad del óleo que fué incautado por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Finalmente un tribunal de Viena dictaminó que la obra fuera entregada a la familia reclamante.
Adquirió el retrato de Adele en 2006 el magnate de la firma de cosméticos Ronal Lauder que pagó la cifra record de 135 millones de dólares. Actualmente puede contemplarse en la sala neoyorquina Neue Galerie, dedicada al arte alemán y austriaco.