lunes, 14 de abril de 2008

relato Nº 2



Cuando oyó la noticia de que un muerto había viajado siete horas en el metro sin que nadie se diera cuenta, pensó que él llevaba setenta años y que a él tampoco nadie le había mirado siquiera.


Era un árbol. Concretamente un pino negro de la repoblación de mil novecientos treinta y tantos. Lo llevaron al monte en una carreta de mulas, envuelto en un papel y asomando su pequeño tronco de entre una pella de tierra por donde serpenteaban sus raíces.


Fue poco antes de aquel viaje, la primera vez de la que tiene recuerdos de sí mismo. Estaba en un vivero, detrás de decenas de plantas de pino, como él y delante de otras tantas o más que formaban una gran fila. Tanto a la derecha como a la izquierda se extendían varias hileras más.


Un día sintió como una fría placa metálica se introducía bruscamente a su alrededor, en la tierra que lo sujetaba y una cálida mano callosa, tiraba de su frágil tronco arrancándole del suelo. Enseguida lo envolvió burdamente en una hoja de periódico y lo depositó entre otros cientos más en el interior del carro ya enganchado a dos grises mulas.


Luego, de una regadera cayó una lluvia intensa pero corta que empapó la tierra ya húmeda anteriormente y a los periódicos que empezaron a deshacerse lentamente. Un traqueteo muy largo, de más de un día, gritos, blasfemias, algún cantar y paradas seguidas de vuelta a arrancar y caminar.


"A los pinos no nos duele nada. Sentimos pero sin dolor, notamos el viento, el calor, el frío, el día y la noche. Oímos cantar o hablar o los ruidos pero no nos impresiona nada. Somos ciertamente inmutables. Simplemente estamos, somos".


Por eso cuando oyó lo de ese muerto se extrañó que fuera noticia. A él lo habían dejado en medio de un bosque y no recordaba de nadie que se hubiera fijado nunca en él después de de setenta años. Una vez hubo una tala de entresaca. Pasaron unos hombres y con un spray amarillo iban haciendo cruces sobre los troncos vecinos. En unos si en otros no. De él pasaron sin ni siquiera mirarlo. A los días llegaron con moto sierras y los troncos marcados fueron talados sin misericordia. Luego, con la ayuda de una cadenas y mulas, iban arrastrando a los caídos por las abruptas laderas. A él ni le tocaron. A veces, en otoño, se oían voces que se acercaban, debían ser buscadores de setas, con sus cestas y bastones, a veces con sus cámaras fotográficas. Pero siempre iban mirando al suelo y se ve que su figura no despertaba ninguna imagen digna. También en otoño de repente oía el aleteo frenético de un bando de palomas que se posaban agotadas tras un largo vuelo. Tras setenta años, muchos de ellos, ya como pino frondoso, nunca se habían posado en él. Ni siquiera otros pájaros. Ni tampoco ningún jabalí se había arrimado a rascarse su peludo lomo.


"Yo también soy, ciertamente un ignorado como el muerto del tren"


Fue entonces cuando, entre las nubes, un rayo de sol atravesándolas, fue a posarse directamente sobre su copa rechoncha inundándole de un calor tibio y entrañable. Y sintió como si el sol se lo hubiera reservado.
Fotografía: Bosques

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Un relato original comparando la invisibilidad a la que parecen que están sometidos no sólo los humanos sino también la naturaleza. A lo mejor deberíamos de vivir la vida más lentamente para poder fijarnos en las maravillas que nos rodean...

fdo: Nahid

Anónimo dijo...

la mayoría de los vivos, vegetales, animales y minerales somos invisibles hasta para los más próximos.

Anónimo dijo...

Yo también soy invisible, aun para aquellos a los que parece que importo algo... pero, como tu dices, algún rayo de luz tendré reservado para mi... y para ti... Me ha gustado mucho...