Un hombre viaja muerto siete horas en un vagón de tren.
Ahí estaba él la primera y única vez que le vi. Sentado en una silla, pensativo, agarrando la jarra de cerveza con una mano y apoyando su cabeza con desgana en la otra. Vestía con zapatos negros algo gastados, vaqueros azules, una camisa gris y americana azul. Aparentaba unos sesenta. Su cara era amigable, algo rechoncha, quizás por las facciones redondas más que por estar gordo. Su gesto reflejaba desdén, y la imagen entera de su figura proyectaba la más profunda soledad. La mirada era la de un hombre sabio. Pero la sabiduría era de aquellas que se acumula con el aprendizaje de la experiencia, esa sabiduría que no está en los libros. Allí estaba él, en aquella taberna oscura, sin apenas clientes, sin música que sonase, sin televisión que ver. Agarrando su cerveza.
Me acerqué a él movido por la curiosidad y le pregunté si le importaba que me sentase con él. Me dijo que no. Me presenté y él también lo hizo. Bernardo dijo que se llamaba, vasco dijo que era. Hablamos un rato, sobre asuntos que no sabría calificar. Porque nuestra conversación era sin sentido, desordenada. Hablamos de aquellos temas que hablas con personas que sabes que sólo te vas a encontrar una vez en la vida. Personas con las que a veces, y no fue esta la ocasión, tenemos las conversaciones más trascendentales e interesantes de nuestras vidas. Pedimos dos cervezas más y entonces, sin sentido, como todo lo que estábamos diciendo, me contó un cuento. Una historia que hoy, después de muchos años, y también sin motivo aparente, os voy a contar a vosotros. “Un hombre viaja muerto siete horas en un vagón de tren” dijo que se titulaba.
“Estaba él en el mercado comprando verduras, seleccionando las mejores hortalizas. Y de pronto, desviando su atención de unas zanahorias extraordinariamente gruesas, la vio. Vio a la muerte y ésta le hizo un gesto.
Entonces él se asustó y se marchó corriendo, olvidando las zanahorias, los puerros, las acelgas y los ajos. Olvidando también que debía comprar cordero, gallina y pescado fresco –fíjate en que los ojos todavía brillen-, le decía su dueño –es la forma de saber si el pescado que compras es del día.
Llegó a casa de su dueño y le pidió dinero para marcharse lejos y de inmediato. Habiéndole preguntado por qué, él contestó a su dueño que la muerte le había hecho un gesto de amenaza en el mercado y que quería marcharse. Quería coger el primer tren a Barcelona para llegar antes del anochecer, esconderse, y así burlar a la muerte. Por que si conseguía esquivar a la muerte entonces estaría salvado para siempre y moriría tranquilo, de viejo.
Se acercó a Atocha y compró un billete para el primer tren en dirección a la capital catalana. Lo examinó: salida a las once de la mañana, llegada a las seis de la tarde. ‘Bien, no podrá seguirme’, pensó.
En ese preciso instante, el dueño llegaba al mercado para hacer la compra que su criado olvidó atemorizado. Mirando los ojos brillantes de un mero y pensando para sí que aquél ejemplar estaría bien rico al horno y con unos ajos salteados con algo de vinagre y pimentón, sintió que ella estaba detrás.
Se giró sin miedo y le preguntó a la muerte por qué le había hecho un gesto de amenaza a su criado aquella mañana.
-¿De amenaza? -contestó la muerte- No, el gesto era de sorpresa. Me sorprendí al verle aquí todavía cuando esta noche debo llevármelo en Barcelona.”
Después, Bernardo terminó su cerveza de un trago y se marchó sin decir adiós. Y allí me quedé yo, sentado, agarrando mi jarra con una mano y apoyando mi cabeza con desgana en la otra. Dejando que se marchara, sabedor de que jamás le volvería a ver.
Fotografía: obra de Rene Magritte
1 comentario:
SUBLIME.
Se agradece cuando uno puede hacer uso de un adjetivo de tal magnitud.
Publicar un comentario