¡Qué nueva luz será ésta¡
Fue pura coincidencia que el mismo día de nuestro traslado a Arturo Soria, Melenita y Pechos, se viniesen a vivir justo enfrente de nosotros, al otro lado de la vereda que separa nuestros edificios y a la misma altura, de forma que podíamos observar fácilmente el trajín de las mudanzas desde las respectivas ventanas en tan simultáneas estampas que pudiera parecer que competíamos por terminar en primer lugar, organizarse mejor, o mantenerse más tiempo al pie del cañón, aunque pronto excluimos a Pechos de la liza; Diego dijo haberlo visto sobre las ocho de la mañana, aproximadamente a la hora en que llegamos, moviéndose agitado durante un buen rato, con una taza en la mano, de lado a lado del salón, y desaparecer después. Que nosotros supiéramos no regresó antes de anochecido y Melenita entretanto deshizo cajas, montó mesas, colgó estantes, desembaló adornos emplazándolos aquí y allá, limpió toda clase de menaje, sucediéndose vajillas, juegos de café, cuberterías, que iba colocando delicadamente en las vitrinas recién instaladas. Cuando Diego y yo nos retiramos al dormitorio, agotados, ella seguía todavía, concentrada en cuclillas frente al horno de la cocina, cuya ventana iluminada era casi la única luz del entorno junto con la del salón donde Pechos, vestido solo con pantalón y descalzo, paseaba excitado nuevamente. Así llevaba desde que llegó, como lo perdíamos de vista en los extremos de cada una de las vueltas, suponíamos que su propio campo de batalla se encontraba en aquellas zonas oscuras para nuestra visión, donde no cabía duda de que alguna encomienda gestionaba hurtándola a nuestras, para entonces, miradas llenas de curiosidad.
Eran la siete del día siguiente, cuando lo volvimos a ver, otra vez con su taza de aquí para allá, tal como lo había visto Diego el día anterior, y Melenita parecía no haber salido de la cocina en toda la noche si no la delatara el blanquísimo albornoz que llevaba puesto y el pelo todavía mojado envuelto en una toalla enroscada. Pechos pronto volvió a desaparecer, si se habían despedido tiernamente en el hall, como hacíamos Diego y yo, y emplazado para alguna hora en concreto, no lo supimos, en todo caso habría sucedido fuera de nuestra vista, y solo sé que Melenita y yo continuamos el día entero dedicadas a la entusiasta carrera de la organización total. Ellos, los hombres, sólo dispondrían de tiempo en el fin de semana.
Diego y yo, que hacíamos un equipo perfecto, habíamos dispuesto cuatro cajas de cartón sobrantes como mesa provisional hasta que algún día pudiéramos adquirir nuestros propios muebles. Reconozco que sentía cierta envidia de Melenita en su abundancia, lo tenía todo a mis ojos, pero aquel día, cuando nos sentamos a comer, mientras nos contábamos felices las últimas novedades, riéndonos y besándonos de cuando en cuando, al ponerle al tanto también de las vicisitudes de nuestros nuevos vecinos no pude evitar conmoverme: - Hoy la vi rara, se preparó una bandeja y comió sola en la cocina; no vi, en cambio cuando lo hizo él, sigue encerrado en el salón y, francamente, empiezo a pensar que no se moja mucho con lo de la mudanza. Se pasa un pelo. Hace rato que lo veo sentado leyendo-.
Diego echó un vistazo de reojo, Pechos se había levantado y a través de la ventana abierta llegaban ecos de Don Giovanni, con la mano seguía el ritmo entusiasmado. Traté de encontrar con la mirada a Melenita que, colgada en el balcón, colocaba ahora una jardinera. Se había recogido el pelo en una coleta y me pareció vislumbrar ciertas rojeces alrededor de los ojos, como de haber llorado abundantemente -Si, no hay duda, creo que han discutido, y no me extraña. Es que ella no para un momento y él... al principio creí que estaría colocando libros, discos y cosas por el estilo... pero ahora más bien creo que se está escaqueando con todo el morro...
Ana y Paul vienen hoy a cenar, creo que ambos conocen nuestras verdaderas intenciones y, cada uno a su manera, han opuesto tímidas resistencias que hemos sofocado con bastante facilidad. En el fondo saben que es lo mejor. Llevan meses sonriéndose en el rellano de la escalera para luego perderse en la soledad de sus apartamentos apenas separados por un liviano tabique. Ana conoce ya todos sus movimientos porque Paul es totalmente predecible. Escucha sus pasos perdidos durante horas, de un lado al otro del salón, incluso más allá de prendido el sueño sigue meciéndola al compás de algo de Mozart, de Mahler...Y sabe que, casi siempre lo hace desnudo, porque yo se lo he contado. También le conté que es insomne, que vive para olvidar la muerte trágica de su pareja, de la que no consigue dejar de culparse.
Mientras preparamos primorosas fuentes de contenido más bien escaso pero alegre y las colocamos en las cartomesas ocultas detrás del colorido mantel, Diego me cuenta que Paul, tan inglés, disimula su curiosidad cuando él le habla de mi amiga Ana, de lo estupenda que es, lo guapa y lo valiente, después del naufragio de su matrimonio... Que hace cómo que no va con él, incluso bosteza por si cuela, aunque ambos sueltan una tremenda carcajada cuando menciona su fantástica y sensual melena.
Hemos cenado en la terraza, hacía una magnífica noche de primavera así que Diego y yo nos quedamos un rato todavía. En las ventanas del edificio de enfrente, al otro lado de la vereda que nos separa, por primera vez en mucho tiempo hay una sola luz encendida... y una sola voz... la de Orfeo que dice
"¡Che puro ciel! Che chiaro sol!
Che nuova luce é questa mai!
Che dolci lusinghieri suoni
dei bei cantori alati
s’odon qui in questa val!
Dell’aure il susurrar.
il mormorar de’ rivi.
Ma la quiete che qui tanto regna
non mi dà la felicità!
Soltano tu, Euridice, puoi far sparir
del triste cuore mío l’affanno!
Il tuoi soavi accenti,
gli amorosi tuoi sguardi,
un tuo sorriso
sono il summo ben...
Fotografía: 47 x 33,5 Collage. adosados, pfp
No hay comentarios:
Publicar un comentario