Unos dos años antes de morir ya no nos volvió a hablar.
“Yo creo que ya no nos conoce”. Pero aún le bailan los ojos negros cuando llegamos, y nos sonríe como si fuera a arrancar con un “¡Hola, queridos!”
Que nunca volvió a surgir.
“¡Pero qué guapa que estás hoy!” y verdaderamente mantiene una piel limpia, tersa, con unas pocas arrugas en la frente y en el rabillo de sus ojos, que más que aspecto de vieja, le dan un interesante talante de bondad y simpatía. O quizás es lo que yo siempre pensé de ella y con los años y sus arruguitas aún se le acentuó más en la cara.
Cuando se rompió la cadera, yo estaba allí, y nunca olvidaré su expresión. Se fue a levantar del sillón, supongo que para ir a hacer pis al baño y se cayó al suelo con un “¡Ay!” que casi sonó a murmullo e, inmediatamente, desde el suelo, esa mirada como pidiendo perdón por lo que le había pasado, por las molestias, por aguarme la visita. Con su cándida sonrisa sobreponiéndose al intenso dolor de la pierna.
“¡Venga, guapísima, que me ha dicho el médico que con tu cadera nueva vas a andar de coña! ¡Yo te agarro, no tengas miedo que no te suelto! ¿Te acuerdas cuando le enseñamos a andar en la bici al enano? Pues ahora te toca a ti con el tacataca. Pero no te preocupes que no te suelto.”
Aquel “Ay” creo que fue lo último que le oí. Pero tampoco recuerdo en este momento sus anteriores conversaciones. Siempre fue muy callada y, quitando sus lecturas, nunca tenía mucho que decir. Ahora que recuerdo, o mejor dicho, que no recuerdo, tampoco cantaba nunca. Pero sí que le gustaba la música, hasta su final, que, por su expresión facial, que no por su voz, fue cuando fue, le gustaba oír sobre todo zarzuelas.
“¿Qué, lo intentamos otra vez? Me ha dicho la fisio que no has querido levantarte del sillón, tunanta.”
Ahora que ya no está aquí, la sigo recordando tan tierna y sensible, tan pendiente de todos, aún más de los pequeños, tan sonriente, tan callada, tan silenciosa…
“Yo creo que ya no nos conoce”. Pero aún le bailan los ojos negros cuando llegamos, y nos sonríe como si fuera a arrancar con un “¡Hola, queridos!”
Que nunca volvió a surgir.
“¡Pero qué guapa que estás hoy!” y verdaderamente mantiene una piel limpia, tersa, con unas pocas arrugas en la frente y en el rabillo de sus ojos, que más que aspecto de vieja, le dan un interesante talante de bondad y simpatía. O quizás es lo que yo siempre pensé de ella y con los años y sus arruguitas aún se le acentuó más en la cara.
Cuando se rompió la cadera, yo estaba allí, y nunca olvidaré su expresión. Se fue a levantar del sillón, supongo que para ir a hacer pis al baño y se cayó al suelo con un “¡Ay!” que casi sonó a murmullo e, inmediatamente, desde el suelo, esa mirada como pidiendo perdón por lo que le había pasado, por las molestias, por aguarme la visita. Con su cándida sonrisa sobreponiéndose al intenso dolor de la pierna.
“¡Venga, guapísima, que me ha dicho el médico que con tu cadera nueva vas a andar de coña! ¡Yo te agarro, no tengas miedo que no te suelto! ¿Te acuerdas cuando le enseñamos a andar en la bici al enano? Pues ahora te toca a ti con el tacataca. Pero no te preocupes que no te suelto.”
Aquel “Ay” creo que fue lo último que le oí. Pero tampoco recuerdo en este momento sus anteriores conversaciones. Siempre fue muy callada y, quitando sus lecturas, nunca tenía mucho que decir. Ahora que recuerdo, o mejor dicho, que no recuerdo, tampoco cantaba nunca. Pero sí que le gustaba la música, hasta su final, que, por su expresión facial, que no por su voz, fue cuando fue, le gustaba oír sobre todo zarzuelas.
“¿Qué, lo intentamos otra vez? Me ha dicho la fisio que no has querido levantarte del sillón, tunanta.”
Ahora que ya no está aquí, la sigo recordando tan tierna y sensible, tan pendiente de todos, aún más de los pequeños, tan sonriente, tan callada, tan silenciosa…
Fotografía: serie M.S. Nº 5, pfp
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