martes, 30 de agosto de 2011

bomarzo


Bomarzo, ópera en dos actos y quince cuadros con música del compositor argentino Alberto Ginastera y libreto de Manuel Mujica Lainez basado en su novela homónima .
La ópera se estrenó en el Listern Auditorium de la ciudad de Washington en mayo de 1967. Con motivo de ese estreno, el genral Onganía, entonces presidente de la República Argentina, firmó un deccreto por el que se designaba a Manuel Mujica Lainez y a Alberto Ginastera ministros plenipotenciarios debido a la importancia que revestía la ópera como difusión de la cultura argentina. Pese a los honores diplomáticos de entonces y a la triunfal presentación en el Lincoln Center de Nueva York en 1968, un deccreto oficial prohibió su representación en el Teatro Colón de Buenos Aires, por considerarla inmoral...??? ¡¡¡
Una verdadera tormenta se declaró en Buenos Aires contra la censura oficial; las protestas de las Academias instituciones culturales y personalidades del mundo intelectual se multiplicaron, aunque también hubo voces que aplaudieron la medida represiva. La aparición  de la novela  Bomarzo había tenido una repercusión comparable a la que marcó Rayuela de Julio Cortazar, pero la mayor repercusión llegó con el escándalo suscitado por la prohibición como ópera, pero autorizarse libremente la difusión de la novela. Mujica Lainez llegó a la conclusión de que lo que los censores argentinos consideraron inmoral era sin duda, la música.
Bomarzo tuvo que esperar la caída del gobierno del Presidente, General Onganía (1966-1970), para poder ser estrenada en el Teatro Colón el 29 de abril de 1972, con el mismo elenco que la interpretó en Estados Unidos y bajo la dirección de Antonio Tauriello.

http://www.youtube.com/watch?v=cn2bLVc9Nvw


Fotografía: Jardín de Bomarzo

lunes, 22 de agosto de 2011

interior y retrato


"La cámara donde colocaron el cuerpo de Girolamo, cubierto con su armadura, fue tendida de negros paños. Mi abuela se vistió de blanco, porque para ella, como para las antiguas reinas de Francia, el blanco era señal de luto. Maerbale y yo cambiamos nuestras ropas por otras negras, que descendieron  de los cofres del desván. Desaparecieron los guantes, las sedas, las joyas. El cardenal mandó llamar a los monjes de los monasterios próximos, y las plegarias no cesaron noche y día. Enviamos un mensajero a mi padre, con la noticia que lo sumiría en un dolor terrible, y sentí lástima por él, viejo, solo, privado de lo que más amaba. Pero no debía ablandarme, no debía dejar que la piedad me debilitara. Debía echar mano de cuanta energía dispusiese. Supimos por el emisario que el condottiero había recibido la carta, más nada contestó ni volvió a Bomarzo. Lo aguardamos cuatro días, renovando los cirios y las oraciones. Por orden mía le pusieron a Girolamo el yelmo, como si lo encerraran dentro de un férreo estuche, e insistí en que le apretasen la visera para no  ver más su rostro desfigurado. Así convertido en una escultura, podía soportar la cercanía del cadáver. La gente del castillo acataba mis órdenes, acudían a mí que era ahora el heredero y, en ausencia de Gian Corrado Orsini, el jefe de la familia. Mi abuela, espantada sin duda de lo que había hecho, se enclaustró en su aposento, donde nadie entró. Muy tarde, velada, se sumaba a los frailes que repetían sus preces. Su actitud huraña, que los demás atribuyeron a su pesar ante la pérdida del mayor de sus nietos, de la que había sido testigo y la actitud del cardenal que lloraba y lloraba sin articular palabra, con balbuceos seniles, afirmaron mi autoridad."

Texto: Bomarzo, obra de Manuel Mujica Láinez

Fotografía:  Joven sobre el fondo de una cortina blanca. Obra de Lorenzo Lotto 1508

sábado, 13 de agosto de 2011

La viuda del Greco y VII

"Pintaban los dos más santos y más santos, más Vírgenes, más Vírgenes y Anunciaciones. El Greco se deshumanizaba, se espiritaba, como un asceta. Sus amigos espaciaron las visitas. De vez en cuando, como si una vena se rompiese en la carne de mi esposo, se echaba a gritar sin razón alguna, mostrándole a su hijo equivocaciones inexistentes, y yo me apresuraba a aplacarle, hasta que cedía su insano rencor. Y¡ que bien pintaba Jorge Manuel, que bien pintaba¡ Pintaba como un italiano, como Pellegrini de Bolonia. Donde su padre trazaba una línea insegura, donde exigía un azafrán demente afirmaba él la nítida precisión geométrica y estiraba el ocre severo, salvando la obra del naufragio.
Jorge Manuel casó con Alfonsa de Morales. Era bella. Trajo a la casa a su hermana Catalina, y yo calculé que con esas presencias jóvenes el decadente palacio de Villena se alegraría. Al principio, nuestra relación evolucionó sin tropiezos. Cosa extraña, congeniaron no solo con Dominico sino con Manusso, el viejo mendicante. Tañían laudes y cantaban. Los griegos hablaban de Candia, de Venecia, y un ficiticio esplendor tendía de tapices dorados las cámaras que ennegrecía la humedad. Presto noté  ¡ay¡ que Alfonsa se proponía distanciarlo a Jorge de mí. Estaban siempre juntos, cuchicheando y al entrar yo callaban y bajaban los rostros. Era lo que me faltaba; luego de Preboste y Tristán, eliminados felizmente, esta enemiga tonta. Tuvieron un niño, Gabriel, pero en mi corazón no había lugar para amores nuevos. Jorge Manuel lo colmaba, como un cáliz pronto a desbordar. El Greco en cambio, se entretenía jugando con el pequeño, mientras Jorge completaba las telas.
Dominico envejeció terriblemente. Las piernas se le anquilosaron y debió caminar apoyado en una muleta. Le bailoteaban los ojos. Pintó, en ese periodo final varios óleos, como uno de tema pagano, sugerido por el mito del Laocoonte, y otro que sucedido a las lecturas del "Apocalipsis", delante de los cuales yo torcía la cara porque me infundían un pánico oscuro. Dijo que ambos se relacionaban, misteriosamente con el Laberinto de Candia, con su mundo de mágicas torturas, como si retornara al dibujarlos a su niñez, o antes todavía a la era de sus antepasados secretos. Jamás vi nada peor esbozado, nada más tétrico y torpe. El anciano se percató de mi repugnancia y, como siempre, sonrió y meneó la cabeza calva.  Una tarde empero se me aproximó y me tomó de la mano. Daba pena mirarle, tembloroso, balbuceante; daba pena si uno recordaba al caballero que me había ofrecido el agua santa, en la Capilla del Obispo de Madrid, al caballero de la mano en el pecho.No me enteré de lo que quiso decirme, si algo quiso. Pasaba Jorge Manuel, con Alfonsa, por el fondo de la sala y tras ellos me fui.
Ahora hace tres años que ha muerto Dominico Theotocópuli. Le enterramos, con el boato del cual fuimos capaces, en Santo Domingo el Antiguo, donde se hallan las primeras pinturas que realizó en Toledo. Ha muerto Manusso, su hermano mayor, y Alfonsa de Morales ha caído muy enferma. Hoy anduvo por aquí la clerecía con el Viático. El Greco nos sumió en la pobreza, al irse. Ni me nombró en su testamento ridículo. Estaba endeudado por el arrendamiento, con el Marqués; lo estaba con el doctor Angulo y hasta con María la criada. Daba lástima su ajuar, cuando Jorge enumeró el magro inventario: un pabellón de damasco carmesí...media cama de nogal... los colchones...los dos cobertores... los bufetes de pino... una ropilla de sarga de seda... unas calzas... dos sartenes... ¡Que miseria¡ ¡Y los cuadros incontables, que serán invendibles, entre los cuales desfiló el séquito a hombros de las cofradías y que crepitaban, despidiéndose, como hogueras verdes, amarillas, violáceas, azules, los cuadros que me asustaban más que las leyendas del caserón¡
no sé si le quise. Me niego a pensarlo. No lo sé. Era imposible, imposible superarle, porque con toda su fama, su piedad y la jovialidad de la que según sus amigos era dueño, a mí me parecía tallado en un hielo negrísimo. Quizás, si hubiese querido a su pintura, le hubiese querido mejor. No me atañe, por lo demás, concederle mis cavilaciones de ahora . Eso quedará tal vez para más tarde. Ahora debo consagrarme a mi hijo Jorge Manuel, que solloza junto al lecho de Alfonsa de Morales. Nos aferraremos a la casa, solos. Yo ya no viviré mucho, pero guerrearé para sobrevivir. Jorge Manuel me necesita. ¿Cuándo no me necesitó? Debo convencerle de que es un pintor, un gran pintor, un pintor muy superior al Greco, pues desde que murió su padre a penas toca un pincel y su actividad se reduce a proyectar arquitecturas y a disputar con abadesas y funcionarios. En eso, en la pasión pleiteadora, se asemeja a su padre, que litigó como un escribano hasta liberar a la pintura del pago de derecho de alcabalas. Cierto es que nadie ha asomado por aquí, inexplicablemente, a encargarle un retrato. Pero ya acudirán. Puede que venga Lope el que antes no vino. Ruego al Cielo que acudan que le rodeen y halaguen como halagaban al Greco, porque de lo contrario tendré que convenir en que mi vida entera, de mujer de mi casa, de madre solicita, ha sido una equivocación. Aunque no, no me he equivocado, no se equivocó Gerónima de las Cuevas, aquella a quien la historia mencionará como la madre de Jorge Manuel Theotocópuli, el máximo pintor de Toledo. Si, lo oportuna será descolgar los óleos de Dominico y hacer sitio para los que pintará Jorge Manuel."


Texto: La viuda del Greco. Obra de Manuel Mujica Láinez, 1966

Fotografía: El caballero de la mano en el pecho, (fragmento) obra del Greco.

viernes, 12 de agosto de 2011

La viuda del Greco VI


"Aprovechaba además mi voluntario exilio para recorrer las anchas habitaciones casi vacías y observar los desastres que las lluvias y nieves causaban en los techos. Dominico disponía de dinero para costear a unos músicos holgazanes, y no los tenía para remendar y sostener su morada enclenque. Reinaba en los aposentos una oscuridad que metía miedo, un miedo al que contribuían las consejas de las criadas de la Duquesa de Arjona, que de vez en vez se colaban por los patios y me contaban que la Duquesa anciana se persignaba al pasar delante de nuestro portal, porque aquí vivió, hace siglos, el judío de los tesoros que Pedro el Cruel mandó asesinar, y aquí fabricó un Marqués de Villena sus pecadoras alquimias. Al pavor que derivaba de aquellas memorias lúgubres se agregaban los que surgían de los cuadros infinitos del Greco, distribuidos doquier, y que revolvíanlos inspirados y crispaban las manos demasiado finas, hasta hacerme escapar rumbo a los griegos rezadores y devorantes, o rumbo al taller, detrás de cuya puerta me apostaba, tratando de discernir la voz frágil, juvenil , de mi hijo, en medio de las tonalidades campanudas. También me detenía en el rincón donde el Greco, lector empedernido, amontonaba su librería y buscaba un volumen que aliviase mi soledad. La mayoría eran textos helenos y de arquitectura clásica, mas yo sabía que escarbando hallaría el Amadis de Bernardo Tasso, y aunque escrito en lengua extranjera, me distraía interpretando las proezas que mi padre me había referido cuando yo era niña y me llamaba para que escuchase los prodigios.
Dominico no cejaba en su afán de robustecer los conocimientos de Jorge Manuel, a pesar de que era obvio que se avenía mejor, en lo pertinente al trabajo, con Preboste y Tristán. Jorge Manuel fue más hijo mío que suyo. Por eso batallé para proteger su personalidad y para que gozase, dentro de la casa del lugar que le correspondía. ¡Adorado Jorge, adorado mío¡ ¡Con qué elegancia diestra se movía, se inclinaba¡ Ninguno de los retratos que Dominico pintó, de caballeros aristocráticos, y cuya apostura fue alabada por el señorío, sobrepujó su elegancia. Le relegaban, le relegaban como a mí. Pero ahí estaba yo velando. Y cuando  pude maquiné sin vacilar ante la impostura, pues la posición de mi hijo estaba en juego, la retirada de Preboste y de Tristán. El Greco protestó y no le quedó más remedio que desraizarles de la casa. Se ahondaron desde entonces, la sombra de sus ojeras; se le iluminaron los ojos con no sé qué delirio. Imagino que se hubiera vengado del despojo sobre Jorge Manuel, obligándole a trajinar como un esclavo de no mediar mi vigilancia y el imperio con que reconquisté mi categoría en el vedado taller."


Texto: La viuda del Greco, obra de Manuel Mujica Láinez

Fotografía: Laocoonte y sus hijos, obra del Greco

lunes, 8 de agosto de 2011

La viuda del Greco V


"Exageraría si pretendiera que hubo entre Dominico y yo, una inquietud o un fastidio. Él atendía sus cosas y yo las mías. Desde que pintó mis primeros retratos discerní que no nos entenderíamos, pues ninguna vez me reconocí en esas hembras angulosas, que indicaban sus físicas preferencias singulares. Tampoco logré que me atrajera su pintura en general, y no obstante que no se lo dije, supongo que lo dedujo de mi actitud reservada. A mi me deleitan, precisamente los cuadros italianos (como los del propio Rómulo Cincinato, Pellegrini de Bolonia y Federico Zucaro), que él detestaba y que están pintados con preciosa minucia que ni un instante traicionan a la elocuente realidad. Lo suyo es una fulgurante anarquía que a nada se parece, y puesto que numerosos expertos los encomiaron, doy por hecho que encierran extraordinarias virtudes, pero el gusto es algo personal, invencible, y a mí no me gustaron ni me gustan. No consigo congraciarme con la incongruencia de un dibujo distorsionado, todo llamas y colores encendidos. La pintura de Jorge Manuel, más seca, más limpia, más opaca, si se quiere, indiscutiblemente más modelada y pulida, sobrepasa en calidad a esos inflamados tumultos. Me asombra que la gente no lo proclame.
Callé mis opiniones pero, como dije ya, el Greco las habrá inferido en mi mutismo. Lo colegí a mi vez de lo nerviosos que él y Preboste se ponían cuando, por cualquier asunto de la casa irrumpía yo en el taller. Sutilmente, sin manifestármelo, Dominico me fue desterrando del contorno de sus potes. Asimismo, se ingenió para alejarme del círculo cordial que alrededor de él se formaba y que presidían Góngora y el Conde de Fuensalida, a mí que pude casar con un Figueroa. De mi padre heredé (ya que no bienes de fortuna) la inclinación al trato mundano, avivado por la lectura cortesana, y pese al continente de Dominico, en ocasión en que alguno de aquellos señores acudía a observar el progreso de las obras que comisionara -sobre todo en los casos excepcionales del Cardenal Quiroga, de Rodrigo Vázquez; presidente del Consejo de Castilla, o del Gran Inquisidor-, aparecía yo también por el estrado. Perseguía, con ello, desvirtuar la absurda leyenda según la cual yo era la manceba y no la esposa de Dominico Thotocópuli, que bordaron los envidiosos. Mas la frialdad urbana de Dominico y sus huéspedes acabó por cansarme, y opté por refugiarme, durante las entrevistas en las cuadras interiores, donde el viejo Manusso y sus griegos, cubiertos de escapularios y de cruces, rezaban la ociosa tarde, frente a unas feas imágenes de Constantinopla, y sembraron el suelo de naranjas a medio comer y de huesos de aceituna. Me confortaba en pensar que Jorge Manuel, atildado por mis manos tiernas y conducido por mí hasta la puerta misma del estrado, participaba del cónclave erudito de los grandes de Toledo."

Texto: La viuda del Greco, obra de Manuel Mujica Láinez.

Fotografía: Anunciación, obra del Greco

sábado, 6 de agosto de 2011

la viuda del Greco, IV

"Entretanto al Greco le había quedado, con lo del San Mauricio, una espina clavada en la vanidad. Como era vigoroso y obstinado, luchó por arrancársela. Se propuso ostentar que el agravio no había hecho mella en su coraza, y estableció en nuestra casa una atmósfera de fiesta continua. Trabajó con ahinco y el metal afluyó a nuestros cofres. Así como ingresaba, desaparecía. Los personajes más notables de Toledo le rodearon. ¡Cómo se hubiera henchido mi padre al verles¡ Pintaba el lienzo enorme del entierro del Conde de Orgaz, y como se había fijado que en la superficie inferior de la composición figurarían los retratos de varios hidalgos de la ciudad, concurrían éstos al taller, para que El Greco les dibujase. Presentábanse en cualquier momento el Conde de Benavente, don Antonio de Covarrubias, su hermano Diego, el párroco de Santo Tomé, el ecónomo Ruiz de Durón. El Greco les recibía como un Príncipe que acoge a otros Príncipes. Luego, durante las comidas, unos músicos amenizaban el agasajo. A diferencia del San Mauricio, el cuadro gustó y gustó muchísimo. Iban los extranjeros a loarlo, en Santo Tomé. Lo que a mí me regocijó sobremanera fue que hubiese pintado a la izquierda, a Jorge Manuel, de pajecillo, con un cirio en la mano, indicando la composición. No hubo paje más donairoso.
También yo fui a Santo Tomé, a contemplar la obra terminada, pero confieso que con las faenas que la organización de nuestra desorganizada casa imponía, me regateaba el tiempo las diversiones. Además, la habitación que antes ocupara mi padre le había sido destinada a un hermano muy mayor del Greco, Manusso Theotocópuli, insoportable como el criado Preboste o peor que él. Este viejo me llenaba los cuartos de griegos mugrientos errabundos, que salían a mendigar con él por las calles, a favor de los cautivos de las galeras turcas, aunque malicio que parte de lo recolectado permanecía en su escarcelas. Y Preboste me irritaba, con su soberbia, con sus desplantes de amo. Vigilaba el taller como un perro. Alguna vez creí adivinar que ponía reparos a que Jorge Manuel entrase en el "sancta sanctorum", con el pretexto de que dañaba las telas; sin embargo debo convenir en que, tanto como Dominico, fue Preboste su maestro en la ciencia pictórica.
Después del éxito del Conde de Orgaz, aumentó el caudal de los encargos. Llovían sobre el Greco, quien se valía, para hacerles frente del socorro de Preboste y de un mozuelo Tristán, su discípulo. También le sonó el turno a Jorge Manuel, en cuanto gobernó la paleta, de auxiliar de su padre, cuyas energías, con ser eminentes, no daban abasto para atender los reclamos de la Iglesia y los señores. Que me perdone Dios, pero nadie me desgajará de la mente la idea de que lo mejor que brotó del taller del Greco lleva el sello de nuestro hijo. Tantos y tantos cuadros solicitaban sus mercedes, tantas réplicas y copias, que con el andar de los años se metamorfoseó la casa en una especie de vasta santería, donde las imágenes de los bienaventurados se alineaban, como en la tienda de un estampero, multiplicando los Cristos con la Cruz a cuestas, los San Francisco, las Magdalenas, los Apóstoles. Partían ellos y el dinero se apilaba, sin ser nunca suficiente, por el extravío rumboso del Greco, para saldar las cuentas, así que vivíamos endeudados, siendo ricos, como si la situación no se hubiese modificado desde los tiempos de mi padre. Los amigos y los pedigüeños (los ¡griegos¡ ) nos sofocaban.  Como siempre, comparecían a visitar al maestro las celebridades. Fray Hortensio Félix de Paravicino y don Luis de Góngora escribieron en su honor unos sonetos elogiosos, que no comprendí cabalmente y que debo conservar en alguna parte. Ya los buscaré. El que jamás vino, en cambio fue Lope de Vega, y lo hice notar a mi marido, quien se limitó a mirarme desdeñosamente."


Textp: La viuda del Greco de Manuel Mujica Láinez


Fotografía: Entierro del Conde de Orgaz, obra del Greco