miércoles, 27 de julio de 2011
la viuda del Greco, II
"...demasiado tal vez, si se consideran nuestras pacatas costumbres. Sus designios y sus sueños recorrieron una triste escala descendente. Se propuso primero concertar mi boda con un segundón de casa noble, pues nadie le sacaba del magín siendo su apellido de las Cuevas, que estaba emparentado con los de la Cueva (juzgaba a aquel plural un accidente gramático sin importancia), de modo que, si bien no le conoció jamás, llamaba al prócer de la Cueva, al duque de Albuquerque, "mi primo". Casi logró a un Figueroa de ilustre estirpe y doblones seguros, reviejo, reviejísimo, pero pudieron más mis lágrimas que sus ansias de progreso y quedó el asunto en nada. Sus proyectos subsiguientes abortaron y a medida que bajaba los peldaños de la heráldica codicia, no paró de recriminarme -sin grosería usando el tono suyo, tan embelesador- el desperdicio del Figueroa arcaico. Cuando topó con Dominico Greco, sus apetitos habían menguado de tal suerte que, de haber poseído con qué sufragarlo, me hubiera metido monja. La presencia del griego veneciano abrió frente a su imaginación un cielo flamante. Era algo distinto, algo que excitaba su amor a la fábula, algo que, al no encasillarse en ninguna clasificación corriente, le permitía jugar con la fantasía y nimbar a la presunta alianza de un prestigio quimérico, extravagante, oriental.
Aprendió con su exótico amigo, cosas peregrinas acerca de la isla de Candia, de donde éste procedía, y de su Laberinto que custodiaba un Hombre Toro. Me trastornó con referencias a las victorias obtenidas por su pincel en la Serenísima y en Roma. Me dijo que el Greco se iba a Toledo, invitado por el Deán de Santo Domingo el Antiguo, a decorar el retablo mayor de la iglesia, y que sin duda le aguardaban allí propuestas importantes. Me insinuó que, a su lado, regresaríamos a Toledo con la frente alta, que nos halagarían, que nos adularían por nuestro vínculo con un personaje tan principal, porque las virtudes del arte equivalen y aun sobrepasan a las de la sangre famosa, y un gran pintor es tan duque, a su manera , como el Duque de Albuquerque, y tan hidalgo como Figueroa el Viejo.
Yo enloquecía por volver a mi Toledo amada. Llorando crucé su puente y me despedí de sus almenas, llorando de humillación y de amargura, así que en cuanto mi padre descubrió ante mis ojos la perspectiva de un retorno magnífico, me puse a urdir planes de ventura. Es justo añadir, sin embargo, que lo que más me sedujo entonces -fuera de la propia y airosa estampa de Dominico, entrevista, como en la niebla, junto a una Pila de agua santa- fueron las noticias que mi padre me dio sobre lo mucho que me admiraba el Greco, para cuyas miradas estéticas yo representaba el supremo ideal, pues ya hacía dos años que los sucesivos quebrantos nupciales habían infiltrado en mi alma una ácida pesadumbre, y después de dichos fracasos los espejos no me consolaban."
Texto: La viuda del Greco. Manuel Mujica Láinez
-continuará-
Fotografía: La dama del armiño. Obra de El Greco. Tradicionalmente se ha identificado este espectacular retrato con doña Jerónima de las Cuevas, la mujer con la que El Greco mantuvo relaciones al poco tiempo de llegar a Toledo, fruto de las cuales nacería Jorge Manuel.
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3 comentarios:
Sigo el relato con verdadera fruición. Me gusta mucho cómo escribe y el sentido que le da a la expresión.
Es muy interesante. Pilar.
Un beso.
Tan místico, Dominíco yo no lo hacía relacionado con mujeres ni con hombres sinó sólo con sus pinceles y pinturas reflejando la transparente delgadez humana.
Yo también sigo el relato de Mujica Laínez con gran interés y te doy las gracias.
Un petó, Pilita!
a ver si puedo continuar mañana, no os dejaré colgadas, tranquilas, creo que merece la pena la espera.
besos a mis dos amigas
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