domingo, 24 de julio de 2011

la viuda del Greco, I

"Le vi por primera vez en Madrid, a donde había ido yo con mi padre, por negocios suyos y también por salir de Toledo. Dominico andaba entonces por los treinta y seis y venía de Venecia. Recuerdo que mi padre y yo abandonábamos la Capilla del Obispo, muy de mañana, como todos los días, y que de repente Dominico apareció junto a la pila de piedra, vestido del negro más negro, sobre el pecho abierta la mano, como después se pintó , y que me tendió esa mano fina y fuerte cuyos dedos se humedecían con el agua santa. Vacilé antes de aceptar, inquieta por lo desusado de la actitud, pues procedía de un intruso, de uno a quien jamás había visto, y que solo rocé su diestra cuando mi padre, con un parpadeo, me ordenó que lo hiciera. Brillaban en la sombra los dilatados ojos oscuros de Dominico y el resto fantasmal se desvanecía, como si únicamente aquel encendido esmalte de ojos y aquel pulcro, frío marfil de mano, lo formasen. Retrocedió en la tiniebla en el olor del incienso, pero sus pupilas siguieron alumbrándola.

Luego me dijo mi padre que le había conocido al pasar y que era un pintor griego. Venía de Venecia, portador de cartas laudatorias del Cardenal Farnesio y de Tiziano. La tarde entera y la entera noche, su imagen no se apartó de mí. Me rondaban su mano y sus ojos: una mariposa blanca y dos negras revoloteando por los aposentos y deteniéndose de súbito su vibración. Aunque hubiese querido, no hubiera podido olvidarlo: ahí estaba, para recordármelo, mi padre, quien me hablaba de su mérito, de la nombradía que en Venecia gozara y de que el propio Rey Felipe la había encargado unas obras en San Lorenzo del Escorial. Cuando mi padre citaba a Venecia, se diría que paladeaba una fruta. Arrastraba las palabras, como si fuesen terciopelos; las hacía tintinear como vidrios (no obstante que no había salido de España y que sabía de Venecia por amigos mercaderes), y detrás del forastero yo distinguía una claridad de lagunas y palacios. Quizás porque no lo había conseguido, pese a lo mucho que lo cortejó, mi padre reverenciaba al éxito. Vivía las horas que no dedicaba a sus negocios -siempre infructuosos, siempre confusos- en la cercanía de personas pudientes o triunfales, como si esperase adquirir algo de ese poderío y de ese triunfo por vías de contagio. Ni era, en verdad, un explotador, ni un lisonjero interesado: reverenciaba al éxito y sentía la urgencia de respirar su atmósfera. Más tarde (mi juventud inexperta me impedía advertirlo a la sazón) comprendí que si se había desgarrado de Toledo y se había afincado en Madrid, ello se debía a ciertos desaires que sufrió por parte de los opulentos de su ciudad natal, hartos de su obsecuencia excesiva. Empero el descalabro no le sirvió de lección, y en Madrid reanudó, en torno de nuevos ejes, su política obsequiosa. Deseaba, uniendo las aspiraciones propias de un buen padre a las de un tenaz pretendiente a encaramarse al carro de la Fortuna esquiva, que yo, su hija sola, contrajese un matrimonio que satisfaría ambas formas de la ambición, y no cesaba de acicalarme y exhibirme, gastando en ello sus flaquísimos recursos y llevándome de acá para allá..."


Texto: Manuel Mujica Lainez, (1910-1984), uno de los escritores argentinos más prolíficos, ubicado por la crítica junto a Borges entre otros.

-continuará-

Fotografía:Vista de Toledo, obra del Greco

2 comentarios:

Barbebleue dijo...

Para eso son los ojos en Venecia: "el tintineo como vidrios al pestañear"

... triste oficio el de casadera... ¡y con un artista!

GLÒRIA dijo...

¡Pero que bien escrito! Mientras no sabía quien era el autor trataba de adivinarlo. No lo conseguí pero poco me sorprende que fuera Mújica Laínez del que he leído muy poco pero lo suficiente como para saber cómo es de especial.
Espero la segunda parte.
Mientras, un beso.