
Algunas personas paseaban, mientras que otras cabalgaban; y podía oírse el tintinear de las mulas cuando pasaban, ya que todas llevaban cascabeles en sus jaeces. Los niños lanzaban cohetes y petardos, los muertos eran trasladados a sus últimas moradas y sonaban las campanas de las iglesias. Sí todo era bullicio, allá abajo en la calle. Sólo en una casa, justo enfrente a aquella en la que vivía el sabio, todo se hallaba en calma; y, sin embargo, allí vivía alguien puesto que había flores en el balcón, unas flores que crecían de modo tan exuberante al calor del sol que no hubieran podido hacerlo a menos que fueran regadas; y eso alguien tenía que hacerlo; por lo que, evidentemente, alguien tenía que vivir allí. Además la ventana de la casa de enfrente se abría al caer la tarde, a pesar de que en el interior todo estaba oscuro; al menos el salón, aunque desde la parte de atrás llegaba sonido de música. El sabio la encontraba maravillosamente hermosa; pero bien podía haber sido fruto de su fantasía, ya que todo le habría parecido maravilloso en aquel país cálido, de no ser por el sol.
El dueño de la casa en la que residía el extranjero aseguraba no saber quién vivía en la casa de enfrente, ya que nunca se había visto a nadie allí; y en cuanto a la música la encontraba terriblemente aburrida. Le parecía exactamente como si alguien estuviera ensayando una y otra vez una pieza musical -siempre la misma- y nunca aprendiera a tocarla acertadamente.
Una noche el sabio extranjero se despertó y como había estado durmiendo con la ventana abierta, la cortina se había descorrido a un lado a causa del viento, y entonces le pareció como si un maravilloso resplandor inundase la habitación de enfrente; todas las flores relucían como llamas de los colores más espléndidos, y en medio de las flores se erguía una muchacha alta y hermosa que parecía relucir del mismo modo. El espectáculo casi cegó la vista del extranjero, que de un salto abandonó la cama. Muy despacio, se colocó detrás de la cortina , pero la muchacha ya se había marchado y el resplandor había desaparecido; las flores seguían en su sitio, como siempre, sin relucir lo más mínimo, pero desde la ventana abierta salía el sonido de una música agradabilísima, que penetraba en el alma y despertaba los pensamientos y sentimientos más maravilloso.
(Continuará)
Hans Christian Andersen. "La sombra", Nuevos cvuentos de hadas (1847)
Fotografía: obra de Gregorio Prieto (1897-1992)