Los hombres
A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón
que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de
madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran
convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No
sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales.
Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de
barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa.
A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras
de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón:
Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán.
Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos
caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre
con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y
no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que
sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el
primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón
o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba
en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones.
En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los
lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos
cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y
mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. [...]
Historia Universal de la Infamia.
Jorge Luis Borges
Ilustración. El vuelo de la libélula, antes que el Sol, Joan Miró, 1968