lunes, 16 de febrero de 2009

relato Nº11, 2º Concurso de relatos "pequeño formato"




Durante aquel invierno, Claudia Nekers repitió cada mañana el mismo recorrido. A las nueve y media salía de su casa en Lepic 7, tomaba el metro en Blanche hasta Pigalle y hacía trasbordo en Concorde hasta las Tullerías. Armaba una pipa mientras el batobus de las nueve cincuenta y ocho, envuelto en la bruma, llevaba su cargamento de trabajadores y turistas hasta el Campo de Marte. Caminado junto al Sena, comenzaba su particular redención en dirección al Louvre. En la sala 77, ala Denon, descansaba el motivo de tanta persistencia, el objeto secreto de su ansiedad, la perfecta compresión de su alma. Rodeada de grandes lienzos ocupados por grandes gestas, Claudia tomaba asiento en un gran banco. Sola y en silencio, palpaba con sus ojos cada centímetro de aquella instantánea tratando de encajar en su circunstancia la bestial muestra de sufrimiento y esperanza que desprendían de sus rostros los naufragos más famosos de la historia de Francia. Sin embargo poco importaba la localidad. Aquellas personas no tenían nacionalidad ni hablaban ningún idioma concreto. Para ella todos eran ejemplos universales del lenguaje humano. Habían sobrevivido quince de los ciento cincuenta desgraciados que fueron abandonados a su suerte una tarde de julio de 1816 frente a las costas de Senegal por los agraciados ocupantes de los botes salvavidas de la fragata Medusa. El gobernador y su familia nunca asistirían al monólogo de la crueldad que se desató entre los que trataron de sobrevivir a bordo de una improvisada balsa, los mismos que, en una desesperada carrera por la supervivencia, no dudaron en asesinar a los más débiles para comerse sus cadáveres. Canibalismo, asesinato, miseria, dolor, enfermedad… La síntesis perfecta de las constantes temporales, el resumen pictórico de todo lo que ha acompañado al nacimiento y crecimiento de una especie, la fabulosa muestra de que la civilización queda en suspenso cuando se evaporan las circunstancias que la posibilitan. Pero para Claudia lo verdaderamente inquietante de la pieza no era lo tétrico sino la ansiedad que le provocaba la posibilidad de que existiese un perfecto equilibrio entre dolor y esperanza. El padre que abraza a su hijo muerto no es consciente de que, al otro lado de la balsa, tres hombres hartos de felicidad llaman la atención de un barco que los podría rescatar mientras un africano con la mirada perdida posiblemente haya abandonado toda esperanza en espera de una muerte rápida y solidaria. La agonía marca la velocidad mandando al viento impulsar la vela en dirección contraria a la salvación. La batalla entre la vida y la muerte, entre el existir y la destrucción era lo que el mundo de Claudia experimentaba cada día visitando el trozo de tela propiedad de los emisarios de la desesperación y la esperanza, de los primeros románticos preocupados por la solvencia de la naturaleza e incómodos en un mundo excesivamente racionalizado en el que todo aquello que excede la cuadrícula es incinerado en nombre de la evolución y del ascenso de la escalera ilustrada. Aquellos humanos fueron ignorados y abandonados por el éxito pero incluso ante tal agravio y horror, persistían restos esperanza en sus rostros, fragmentos a los que Claudia se aferraba cada mañana para que la confianza en sí misma no se ahogase y pudiese seguir pensando que no todo está perdido.
Fotografía: serie M:S. Nº11 PFP

domingo, 15 de febrero de 2009

relato Nº 10, 2º Concurso relatos "pequeño formato"



Eran un matrimonio bien avenido. Llevaban juntos casi cincuenta años, más los que fueron novios y la muerte les había visitado sin avisar hacía un mes.
Se lo llevó a él primero, para que ella pudiera rezarle, pagarle una misa cada semana y cuando terminaba ir al cementerio a llevarle flores frescas.
Era su forma de seguir en contacto con él que había sido todo para ella , y aún muerto seguía siendo su primer pensamiento al despertarse.
El había sido un hombre dicharachero, simpático, respetuoso con todo el mundo,sin maldad, de los que se hacen querer en el barrio, en el trabajo, en cualquier parte.
Solo el cura de la Iglesia a la que su mujer era asidua, le reprochaba su falta de asistencia todos los domingos.Pero su mujer se lo perdonaba, porque esta era su única falta y ella oía historias que contaban de otros maridos que ... !Jesús! !Dios bendito!

Ella por el contrario, era un mujer silenciosa, nunca hablaba en publico, siempre andaba junto a su marido como una sombra que le acompañaba en silencio. Nadie entendía que fueran tan diferentes. No tuvieron hijos, ni tenían hermanos ni más familia. Estaban los dos solitos en el mundo, y ahora que él se había ido, ella se había quedado tan sola que ir al cementerio a llevarle flores, era su único consuelo.

Pero aquel día, cuando llegó, ya tenía un ramo de flores encima de su tumba. Rosas rojas, con un lazo blanco. Se quedó extrañada. ¿Quien le podía llevar flores a su marido? No era posible, seguro que había sido una equivocación.

A los pocos días, otra vez, de nuevo un ramo de rosas rojas, recién cortadas adornaban el mármol que ella había elegido. Su sorpresa iba en aumento, y no podía imaginar quien ponía allí aquellas flores.
No hablaba, pero su cabeza no dejaba de pensar ¿quien podía ser?
No tenia ni idea.

Así que ideó un plan. Muy cerca habían unos árboles viejos, con unos troncos gordos y delante un seto de hortensias. Aquel seria su escondite y desde allí vigilaría y descubriría quien era.

Y así, empezó a ir todos los días, desde que abrían el cementerio hasta que lo cerraban. Se llevaba una silla, y mientras esperaba impaciente hacia calceta. Cada vez estaba más intrigada y más ansiosa por descubrir aquel enigma.

Y al cuarto día, su vigilancia dio resultado.
Era una mujer, guapa, bien vestida, más joven que ella. Llegó, le dejó sus flores, permaneció unos minutos, parecía que le hablaba o rezaba, y después se fue.

La mujer silenciosa se quedó petrificada. ¿Quien era aquella mujer? ¿De que conocía a su marido? ¿Por que le llevaba flores? Tantas dudas, tantas preguntas se atropellaban en su cabeza. Quería saber, necesitaba respuestas pero al mismo tiempo le daba miedo saber la verdad. ¿Y si su marido....? No, eso era imposible. Su marido no era de esos.

Aquella noche, rezó con fe, como nunca lo había hecho, y le pidió a su Dios Bendito que la llevara con su marido, necesitaba hablar con él, preguntarle quien era esa mujer.
Su silencio había terminado....



Fotografía: Serie M.S. nº 10 PFP

sábado, 14 de febrero de 2009

relato Nº 9, 2º Concurso de relatos "pequeño formato"







-Venga, abuela, ¡cuéntanos la historia de la mujer silenciosa!
Y ella se hacía la interesante, iba a la cocina a dejar alguna cosa y volvía, nos observaba con ese brillo misterioso en la mirada y por fin se sentaba en el sofá, junto a nosotros, que la atendíamos con ojos como platos.
-Todos los días, hacia las cuatro de la tarde, una mujer entraba al museo. Era morena y tranquila, y siempre llevaba los labios pintados de rojo.
-¿Era guapa? -ya sabíamos que lo era. Conocíamos la historia al dedillo, aunque cada vez que la escucháramos nos fascinase como la primera-. Di, abuela, ¿era guapa?
-Como una estrella de cine. Y muy educada. Al entrar, saludaba con una inclinación de cabeza y se sentaba en el banco, justo enfrente del cuadro. Con el bolso en el regazo y la espalda muy recta, muy recta, como una bailarina.
-¿Y qué cuadro era, abuela?
-Era un autorretrato. O sea, un pintor que se retrató a sí mismo. Pero no con los pinceles en la mano y con su ropa de trabajo, sino vestido muy elegante, como para ir a una fiesta.
-Y el pintor, ¿era guapo?
-Igual que un príncipe. Tenía los ojos grandes de almendra y unos rizos rubios como la miel. Ella no dejaba de mirarlo, en silencio, sin decir ni pío. Con los ojos muy abiertos, así, como vosotros ahora. Día tras día, año tras año, la mujer llegaba y se sentaba frente a él. Y lo miraba. Muchos decían que estaba mal de la cabeza, que si era sordomuda, autista, que si no tenía a dónde ir. Pero eso era porque no le habían mirado a los ojos. Con hacerlo una vez te dabas cuenta de lo que pasaba en realidad.
-¿Qué pasaba, abuela? ¿Qué le pasaba en los ojos a la mujer silenciosa? –Y esta era nuestra parte favorita, lo mejor de la historia.
-No le pasaba nada en los ojos. Eran grandes, negros y con pestañas larguísimas. Lo que se veía, claro como el agua, es que estaba enamorada.
-¡Enamorada!
-Hasta los tuétanos. Y no la culpo. Aquel pintor era un hombre muy guapo. Muy guapo. Un día, el cuadro desapareció. Se armó un gran revuelo, vino la policía, investigaron durante años, pero nunca lo encontraron.
-¿Y la mujer? ¿Qué hizo cuando se enteró?
-Me imagino que se llevaría un tremendo disgusto, pero no lo sé a ciencia cierta. No volvió a aparecer por el museo.
En ese punto, indefectiblemente, se hacía un silencio asombrado, respetuoso, de condolencia por el destino desgraciado de aquel gran amor entre la mujer silenciosa y el pintor guapo. Siempre nos pareció que el final de aquella historia que mi abuela nos contó tantas veces era uno de los más tristes que conocíamos.
La recuerdo muy a menudo. En honor a ella visito, cada vez que puedo, el museo de mi ciudad. Me gusta detenerme unos minutos frente al autorretrato de un célebre pintor, un cuadro que estuvo desaparecido durante casi medio siglo.
Fue recuperado por el Estado el año en que mi abuela murió.









Fotografía: M.S. Nº 9 A. Durero y PFP, composición

jueves, 12 de febrero de 2009

relato Nº 8, 2º Concurso relatos "pequeño formato"



Finalmente había llegado el día que vería colmadas sus más altas aspiraciones, vería a sus pies a todos los hombres y mujeres que quisieron disputarle el puesto, el cargo, la empresa, el imperio. Aquel día Herminia, la mayor de las hijas de Don Prudencio y la impecable esposa de Don Severino, la Presidenta del holding más importante del País y una de las organizaciones empresariales más prestigiosas de la Europa mediterránea, iba a recibir el más alto reconocimiento que daba la Comunidad Empresarial Europea a la empresa y al empresario más relevante del año, aquel que ha llegado a la cima liderando el ranking de los mejores ratios de valoración.
Mientras miraba el portafolios que contenía el discurso que le había preparado su secretario, el siempre diligente y reservado Evaristo, se imaginaba la cara del ilustre auditorio que dentro de un par de horas tendría delante de la tribuna, donde le iban a entregar el ansiado y trabajadísimo galardón.
Después de recibirlo de manos de Su Majestad y con la altivez y la fría elegancia que siempre había sido el temor y admiración de sus amigos y rivales, se dirigiría al expectante auditorio. De ella se esperaba en ese momento, el discurso que daría sentido al larguísimo proyecto forjado con tesón y sangre fría, con impecable precisión y profesionalidad. En sus manos estaba su futuro y la venganza forjada tras años de renuncias, sacrificios, mezquindades y delitos.
Atrás quedaban las angustias, los remordimientos, las dudas, el silencioso y seco llanto en su despacho, motivado por la soledad que siempre la rodeó y de la que nunca quiso prescindir.
Quería mirar directamente a los ojos de cada una de las personas que estarían observándola, ansiando una vez más su puesto, envidiándole el futuro imparáble que a partir de este público reconocimiento, a buen seguro la iba a lanzar al último eslabón del proyecto tan largamente proyectado, que tenía como único y valioso objetivo, el liderazgo del partido que tanto había ayudado a financiar y que finalmente tenía que llevarle a la Presidencia del Gobierno de la Nación.
Sabía que también estarían acechando sus eternos enemigos, mayoritariamente hombres que no estaban dispuestos a ser vencidos por Doña Herminia Cifuentes, aquellos que esperaban el más mínimo desliz para derribarle y liquidar la póliza de las mil y una humillaciones con las que ella les obsequiaba, en los mil y un intentos por derribarla.
Estaría también los únicos miembros de la familia que seguían sumisos a sus directrices. Desde la extraña y trágica muerte de Don Severino en un inexplicable accidente, donde también falleció el primogénito y único varón de la fructífera unión, el encantador Goyito de Almenar Cifuentes, solamente una de las hijas siguió en el regazo materno, más por cobardía que por amor filial. Perseveranda de Almenar Cifuentes, la pequeña y algunos decían que la más lista y la que en realidad era la viva imagen de Doña Herminia, terminado el exclusivo Master en la más prestigiosa y elitista Universidad de los EE.UU, se había incorporado a la dirección de la más residual de las empresas del Grupo ALCI, obteniendo ya unos buenos resultados, pese a la marginalidad de su repercusión en el entramado global. Su otra hija, la siempre rebelde y díscola Macaria, hacía ya diez años que marchó sin dejar rastro, pese a los intentos desesperados de Doña Herminia por localizarla. Siempre había sido la predilecta de los tres hijos, pero ella nunca quiso pertenecer a tan ilustre estirpe. Hubo quien se atrevió a decir que no era hija de su padre, con aquella melena caoba que no tenía precedentes en los de Almenar, ni tampoco en los Cifuentes.
También asistiría una de las hermanas de Doña Herminia, Edelmira con su marido, un exministro venido a menos por una trama oscura, que la influencia de Doña Herminia evitó que saliera a la luz, a pesar que no pudo evitar la destitución. Por ello sabían que por siempre jamás, tendrían que agradecerle la milagrosa maniobra que les salvo a todos del escándalo.
No estaría su hermano Prudencio Cifuentes. Ella ya se encargó después de la muerte de Don Severiano, de apartarlo de la Presidencia que le correspondía más por número de acciones que por aptitudes a ostentar el codiciado sillón.
Por supuesto estarían todos los miembros de los Consejos de Administración del Grupo ALCI, quienes atemorizados y esperanzados a partes iguales, esperaban que el discurso les despejara las innumerables dudas que se habían ido trazando en los últimos meses y no había ninguna duda que aclararía las incertidumbres y los rumores que corrían por todos los pasillos y despachos de la corporación.
También estaría presente y en un sitio de honor Doña Eremitas Feijó, la única e íntima amiga de Doña Herminia, acompañada de su hijo, un joven y prestigioso abogado que ostentaba la presidencia de un importante bufete en la capital, donde estaban depositados todos los secretos de Doña Herminia.

Dejó el despacho poniendo el discurso que había repasado por enésima vez antes de una entrevista con el director de un importante periódico financiero, en una cartera de piel que había pertenecido a su abuelo y que su padre le transfirió el día que ella se sentó para presidir su primer Consejo. Pensó repasarlo por última vez sentada en el coche, pese a conocerlo de memoria, mientras llegaba al Palacio de Congresos, así lo había acordado con Evaristo. No pudo, tubo que atender diversas llamadas telefónicas, hasta que hastiada apagó el móvil.

Austera como siempre, pero con la elegancia que caracterizaba a los Cifuentes, se abrió paso entre los saludos de la gente que se agolpaba en el vestíbulo del Palacio de Congresos y los flashes de los fotógrafos de la prensa financiera y las revistas de sociedad. La ilustre Alcaldesa de la capital se abalanzó sobre ella, dándole dos besos fríos y distantes aunque cómplices, en ambas mejillas, era muy importante para ella ser fotografiada con la que seguramente iba a ser muy pronto su Jefa.

A pesar que el tiempo transcurría velozmente, ella saboreó cada uno de los instantes como si de una proyección a cámara lenta se tratara. Veía a todos y cada uno de los personajes que se le acercaban para felicitarle, para estrecharle o besarle la mano, dependiendo del eslabón que ocuparan en el exclusivo círculo que podía acercársela.

Finalmente en una sala anexa, fue presentada a Su Majestad por el Presidente del Gobierno, con quien ella ya había compartido algunas cenas y reuniones. Departieron cortésmente unos minutos para finalmente entrar con el Auditorio puesto en pie mientras sonaba el Himno Nacional.

Unos parlamentos a los cuales Doña Herminia no prestó demasiada atención, la llevaron pausadamente, saboreando cada instante hasta el momento en el cual Su majestad le hizo entrega del galardón, mientras todo el Palacio se volvía a poner en pie, esta vez para rendir homenaje a la que sin duda se estaba convirtiendo en la mujer más influyente de la nación.

Se encaminó a la tribuna con paso firme, rodeada por la aureola del triunfo y la admiración del mundo económico, financiero y político rendido a sus pies. De pronto evidenció que no había visto a Evaristo, le pareció extraño, aunque sabía que su fiel secretario nunca se dejaba ver entre las grandes multitudes.
Saludó a Su Majestad y a la concurrencia mientras un silencio extraordinariamente denso llenaba el inmenso espacio.

Abrió el portafolios y vio el discurso que tanto había preparado, que casi podía recitar de memoria y que tantas horas y tantas correcciones había supuesto para el siempre fiel Evaristo.

Miró fijamente al Auditorio y vio a muchas de las caras conocidas, a su hija, a su hermana, se fijó en Eremitas, la más elegante como siempre y a su lado Evaristo con la mirada perdida, pálido y desencajado susurrándole algo al oído del abogado que se levantó pausadamente para salir con el paso indeciso por un pasillo lateral, desapareciendo por la primera puerta que acertó a empujar. Algo sucedía, algo grave, algo inesperado

Vio una cuartilla doblada, sin apenas mover las manos la desplegó y leyó mentalmente

¿Cómo había sido tan estúpida?, ¿Cómo había podido cometer un error como aquel? ¿Quién le asesoró? ¿Quién le presentó a Bernard Mardoff? ¿QUIÉN?

Doña Herminia Cifuentes no pudo pronunciar ni una palabra, quedó muda. Rápidamente apareció un médico en la sala, se la llevaron mientras se armaba un revuelo considerable. No perdió ni un minuto el conocimiento, a pesar que no podía hablar, se percató en un instante que su imperio se había volatilizado, no tenía absolutamente nada.

Doña Herminia sigue muda, arruinada, abandonada. El Holding ALCI fue adquirido a precio de saldo por una empresa holandesa. Nadie de su entorno se ha acercado a visitarla, salvo los abogados de las mil y una causas que tiene abiertas.

Pronto tendrá que dejar el apartamento donde se ha instalado momentáneamente, gracias a Evaristo, quién ha podido salvar alguna cuenta a nombre de su esposa. El palacete de la familia, hasta hace poco inexpugnable fortaleza de Doña Herminia, sigue precintado, con un ejercito de auditores, abogados y peritos removiendo sus cimientos. El fiel Evaristo no se lo ha contado, pero ella muda, lo sabe, lo sufre sola, en silencio, como ha sido siempre su vida. Un llanto seco resbala por su mente.

No volverá a hablar, Evaristo luchará para que la declaren demente.
Fotografía: M. S. nº 8 PFP

martes, 10 de febrero de 2009

relato Nº 7, 2º Concurso de relatos "pequeño formato"



LA MUJER SILENCIOSA

Hasta un pasado aún no lejano, ella había sido una niña habladora y vivaz. A los doce años, creía que la vida era una sucesión de colores cambiantes que indicaban un tiempo para cada cosa. Disfrutaba del sueño y del colegio, quería mucho a sus padres, tenía amigas y jugaba con la imaginación. A menudo se detenía en medio de un camino y escuchaba el rumor oscuro y protector de los vecinos árboles que el viento, suave pero persistente, movía hasta caer la tarde. En campo abierto, seguía obediente el trazo desigual del horizonte y, achicando los ojos, a veces, vislumbraba el paso rápido del tren que, al alejarse, le mostraba una línea desnuda, apenas perceptible, que en los días azules ella creía que era el mar.
Una tarde, en la casa, desde un rincón sombrío del patio, vio la hoja del hacha que blandía su padre, mientras, entre insultos, perseguía a su madre. La mujer, que corría hacia el huerto vecino, se cubría la cabeza con las manos y emitía entrecortados gritos de animal doliente. La niña había quedado clavada en su rincón. Miraba lo que nunca habría querido ver. Muy pronto, un tenso nudo empezaría a formarse en el centro de su vientre joven. Un nudo móvil y punzante, como de crías de serpiente, minúsculas y retorcidas, peleando furiosas entre ellas y expulsando un veneno que, veloz, le corría por la sangre, hasta dejarla incapaz de gritar, de gemir o llorar. Huérfana de su voz y sus palabras.
Sus padres habían entrado en un corral de los que daban al patio. No estaban al alcance de su vista, pero a la niña le llegaba aún el eco de sus gritos. De repente, sintió el golpe seco y breve: su padre había tirado el hacha y ésta había quedado abandonada en el suelo del patio, el mango medio oculto entre macetas de geranios y sus sombras, con la hoja visible, el metal impoluto: sin sangre. La niña respiró al tiempo que sus padres volvían a la casa sin dejar oír sus voces. Permaneció petrificada y muda con la mirada fija en el hacha abandonada. Sintió que ambas tenían algo en común, un papel ignorado en una historia tal vez ya acabada. Pensó mirando hacia la casa: los dos me habrán creído en el colegio y hoy me he retrasado. Ojalá nunca hubiera tenido que ver lo que he visto. No sucede lo que no se sabe ni se ve ni se oye. La niña no podría jamás olvidar qué había sucedido ante sus ojos, asustados, aquella tarde que quedaría colgada para siempre en su memoria con la luz seca y amarilla de un mal crónico. Aquella tarde que sería distinta de todas las demás del resto de su vida, que en su mente se guardaría aparte y tendría un sonido distinto y letal con el que debería vivir hasta su muerte.
Por la noche cenaron, como siempre, los tres pero, esta vez, con expresiones muy cambiadas. Se conocían y, sin embargo, parecían extraños. El caldo espeso y tibio no había calmado el doloroso nudo de crías de serpiente que seguía instalado dentro de la niña como un monstruo engendrado por un desconocido y feroz miedo. Pudo dormir y pudo vivir años siempre pendiente de aquellos habitantes que, malvados, la habían dejado sin apenas voz. Agradecía, sin saber a quién, el hilo inteligible de su pensamiento, su conciencia intocada. Utilizaba unas cuantas frases hechas, las necesarias para subsistir. En la casa jamás se habló de aquella tarde. Sus padres no sabían que el hacha desaparecida se oxidaba en el fondo de un pozo, en otra casa, lejos, arrojada en soledad y con alevosía infantil cualquier día sin fecha.
Nadie le dio importancia al súbito silencio de la niña. La adolescencia nos cambiaba y ella era muy seria, estudiosa y obediente. Habría salido parca en palabras como lo habían sido sus abuelos y lo eran sus padres, gente del campo que trabaja y calla. Ella, con el paso del tiempo, aprendió a defenderse de su dolor oculto. Se había resignado a él. Siempre permaneció en ella como un ser vivo interno, amenazante, a quien ella acallaba con la fuerza de sus pensamientos. Un día, ya muertos sus padres, vendió las tierras y la casa y se marchó del pueblo. Nadie supo nunca dónde fue a parar, tal vez a otro pueblo, a una ciudad grande, al extranjero.Sobrevivió bastantes años, industriosa y callada. Voces vulgares la llamaban la muda y para quienes supieron respetarla e incluso quererla, fue por siempre jamás la mujer silenciosa




Fotografía: Serie M.S. Nº7 pfp

jueves, 5 de febrero de 2009

relato Nº 6, 2º Concurso de relatos "pequeño formato"

La Mujer Callada
La Mujer Callada
Callaba y decía
Decía y hablaba
Con palabras hueras
Sin forma, sin fondo
Un nada vacante
Un vacío en la ausencia
Como un Desahogo:

Doliente.

Un día en la vida
La Mujer Silenciosa
Habló sin palabras
Su Corazón decía
En ritmos pujantes
Elevó una Ofrenda
De Amor y Belleza
Un Altar y una Tumba:

Sufriente.

Y Él se acercó
Grave y sereno
En el mutismo del Mundo
Profundo y callado
Y la mujer calló
Y los dos callaron:

Vivientes.

Fluían las lágrimas
Anegando los Labios
Labios sellados,
Bocas ya mudas
Labios besando
Sintiendo y amando:

Ardientes.

De fondo un Sonido
Un Sonido Lejano
Locura de cuerpos
Un alma anhelante
Tal vez el Silencio
De la mujer callada:

Sonriente.
Fotografía: M.S. Nª6 PFP

lunes, 2 de febrero de 2009

Alejo Carpentier, 2




"De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de sus platas recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, coronadas por una granada de plata; de plato los jarros de vino amartillados por los trabajadores de la plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales... Y todo esto se iba llevando quedamente, acompasadamente, cuidando de que la plata no topara con la plata, hacia las sordas penumbras de cajas de madera, de huacales en espera, de cobres con fuertes cerrojos, bajo la vigilancia del Amo que, de bata, sólo hacía sonar la plata de cuando en cuando, al orinar magistralmente, con chorro certero, abundoso y percutiente, en una bacinilla de plata, cuyo fondo se ornaba de un malicioso ojo de plata, pronto cegado por una espuma que de tanto reflejar plata acababa por parecer plateada... - "Aquí lo que se queda -decía el Amo-. Y acá lo que se va"



Alejo Carpentier; "Concierto Barroco"



Fotografía: obra de Twombly